CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

En estos tiempos tan convulsos, de tanta confusión, nos podemos dejar llevar por el desánimo, por el desaliento, al ver que todo parece oscurecerse y no percibimos con claridad la luz de Dios en tantos lugares donde debería brillar. Lo vemos en los demás, en nosotros mismos, pero también, aunque nos duela, en la Iglesia, con esa tentación de una crítica ácida. No tiremos piedras sobre nuestro propio tejado. La Iglesia es Santa porque es fruto de la cruz, aunque es, al tiempo, pecadora en sus miembros que somos cada uno de nosotros. No la veamos como algo ajeno a nosotros porque no deja de ser Madre y Maestra, el Santo Padre el Papa sigue siendo Pedro, y hemos de ayudarle con nuestra oración, con nuestro espíritu de sacrificio, a llevar la nave de la Iglesia a puerto seguro.

Somos Iglesia y, de que tú y yo nos portemos como Dios quiere, tirando del carro, ahogando el mal en abundancia de bien, dependen muchas cosas grandes. Estemos disponibles ante Dios para ser, en todo momento, buenos instrumentos en sus manos para transformar en primer lugar nuestro corazón y después el mundo entero, ese mundo que Dios ha pensado para que nosotros, sus hijos, lo llenemos de Él. Lleno de paz, de alegría, de serenidad, de bien, de belleza, de un amor que aprendemos de Él. Para concretar todo esto recordemos y vivamos esa realidad clara: la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios. Y en ella nadie sobra, aunque todos seamos “mejorables”.

En este mes de noviembre es bueno que recordemos todas estas cosas: que la Iglesia está formada por tres grandes “ejércitos”, interconectados y bien unidos entre sí. El Señor a la cabeza:

1. La Iglesia triunfante. Los que ya han pasado de este mundo al Padre y gozan de Dios. Son los santos, que participan ya del Banquete de bodas del Cordero. Los celebrábamos ayer: tanto los que están reconocidos por la Iglesia, como esos santos anónimos que vivieron en el amor de Dios. Ellos, dejándose guiar por Dios, vencieron en su lucha contra el pecado. Revestidos de la Sangre de Cristo supieron comprender, acoger y regalar su amor ya en esta vida, y ahora, ese gozo de la unión con Dios, lo viven con plenitud en el cielo. Son, con María, nuestros grandes intercesores.

2. La Iglesia purgante. El Purgatorio es una verdad de fe. Al cielo se entra con traje de fiesta. Bien revestidos del amor de Dios, llenos de luz, porque para disfrutar del gozo eterno, tengo que “hacer ganas” de Él. Nuestro corazón ¿cómo tiene que estar? vacío de uno mismo, sin todas esas adherencias que nos impiden amar con pasión de amor. Delante de Dios no valen las medias tintas, porque con Él solo cabe la verdad desnuda, sin tapujos. Si paso por este mundo sin enterarme mucho de lo que es amar de verdad, tendré que recuperar ese terreno perdido. Ganas de Dios.

3. La Iglesia militante. Somos nosotros, los que todavía estamos en este mundo en esa lucha de amor para que Dios pueda entrar de lleno en nuestra alma y transformarla. No estamos cada uno a lo suyo, formamos parte de la gran familia de los hijos de Dios que es la Iglesia, y dentro de ella, lo que uno hace repercute en los otros para bien y para mal. Es como una gran cuenta corriente donde se pone en valor la santidad: si me porto mal es como si robara activos de ese tesoro, si hago las cosas según Dios, aporto activos y ayudo a los demás para que crezcan y amen más a Dios.

Eso es, en definitiva la Comunión de los Santos. Al final del credo que rezamos los domingos, y en las solemnidades, decimos que creemos en la comunión de los santos. Nos beneficiamos de las “cosas santas” que Dios ha regalado a su Iglesia, de la gracia de los sacramentos, de la oración, de los dones que recibimos de Dios. Y además nos beneficiamos los unos de los otros, porque formamos entre todos una familia, una unidad que está llamada a dar gloria a Dios, por siempre.

No olvidemos cosas básicas, por ejemplo que el cielo no es café para todos. No es pensar que, como Dios es misericordioso, se hará el despistado para entrar en él, aunque sea por la puerta falsa. No vivamos al límite para salvarnos por los pelos, sino entregados por amor a Dios y con amor entre nosotros, ayudándonos a ser, de verdad y para siempre, hijos y amigos de Dios. ¿Cómo? rezando por nuestros familiares y amigos difuntos. Ofrecer sufragios, encargando misas para darles el empujón definitivo hacia los brazos de Dios. Nuestra Madre la Virgen es la Puerta del cielo…