DOMINGO II PASCUA. DIVINA MISERICORDIA 2023
El Señor nos quiere serenos, con la tranquilidad interior de saberse amparado, protegido. No nos quiere miedosos y sin capacidad de reaccionar. No nos quiere paralizados por situaciones que nos superan o nos dejan desconcertados, sin saber qué hacer o a dónde dirigirnos. Por tres veces en el Evangelio de hoy, Cristo resucitado les dice a sus apóstoles: “Paz a vosotros”. Es una expresión que se convertirá en el santo y seña del Señor resucitado. Es esa paz que da seguridad. Esa paz que sosiega el alma y la fortalece para abordar la misión a la que están llamados los apóstoles y también todos nosotros: anunciar la Buena Noticia a todas las naciones. Y les da impulso para reavivar lo que han vivido antes con Él, Jesús. Ahora ven todo con sentido nuevo y vivificador, que sabe a eternidad.
Por eso, serenos. Algo que no proporciona el mundo. El mundo nos intenta llevar a su terreno: nos quiere encadenados, narcotizados, para impedirnos vivir con el vigor de los hijos de Dios. Sin embargo, Cristo resucitado nos da la verdadera vida, la esperanza de ser salvados por Él. Soy muy poco o nada, pero el Señor me “resucita”: me muestra que valgo toda su sangre derramada por mí.
Hoy es el Domingo de la Divina Misericordia: diez días después de quedar sobrecogidos al ver a Cristo en la Cruz, en el Viernes Santo, ahora vemos los frutos de esa Cruz. La condescendencia del Buen Dios que no reacciona ante el pecado del hombre como un juez implacable, y que no pasa una. El Padre ha acogido el sacrificio del Hijo y se vuelca en misericordia. Mientras que el Espíritu Santo nos hace saborear la grandeza de un Dios cercano y lleno de ternura, que nos tiende la mano.
La misericordia ¿en qué consiste? En un amor que, ante la miseria del otro, no retrocede, no se vuelve atrás, sino que se acrecienta y se pone en disposición de abrazar, de ayudar y dar aliento.
¿Es eso lo que promueve la sociedad? Quizá para la sociedad eso suena a debilidad, a flojera, a falta de personalidad y empuje. No está precisamente de moda. Cuando se plantean las cosas para conseguir bienestar, éxito para brillar por encima de los otros, hablar de misericordia suena a chiste. Sin embargo, en un hijo de Dios ha de resonar esa bienaventuranza: “sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Aprender ese actuar entrañable, merece la pena. Vívelo.
1. La misericordia nos cambia la manera de mirar. Dios nos conoce y nos mira con una total condescendencia, con un cariño desmedido. No nos muestra unos ojos acusadores, que hace que no podamos sostenerle la mirada, o que volvamos los ojos a otro lado porque nos intimida. Esos ojos nos dicen: “te quiero con toda el alma”. ¿Y nosotros…? ¿Estamos dispuestos a cambiar nuestra manera de mirar: viendo lo bueno, antes que lo malo, viendo las virtudes, más que los defectos…?
2. La misericordia nos cambia la manera de comprender. Estamos habituados a hacernos nuestra composición de lugar, y aplicar la plantilla a todo y a todos. Si algo no se ajusta a mis intereses, pongo y quito para que me cuadre. Pero ¿es eso lo real: lo que me agrada y no me molesta? El Señor nos conoce y nos ama a cada uno y sabe que no puede pedir a todos igual, porque no somos iguales. ¿Y yo? ¿acepto el reto de comprender al otro? ¿Aprendo a ponerme en su lugar?
3. La misericordia nos cambia la manera de querer. Hay una lógica humana comprensible, pero muy plana: quiero a los que me quieren y a los que no, pues que se aguanten. Puede resultar crudo, pero es así. Nos podemos excusar con que ya somos “solidarios”. La solidaridad es un valor, pero tan escueto, con tan poca proyección que, para un hijo de Dios, se queda muy corto. Dios no nos quiere así, con restricciones. Nos ama incondicionalmente. ¿Seré capaz de hacer lo mismo?
Nuestra mirada, nuestra mente, nuestro corazón tienen que resucitar “gloriosamente”, para seguir al Señor abriendo cauces nuevos. No nos refugiemos en un amor de boquilla, de “te doy si tú me das”, de poesía encendida que luego no se concreta en nada que pueda palparse y vivirse.
El amor verdadero sabe de cruz y sacrificio, sabe de paciencia y nuevas oportunidades, de ir más allá de lo es esperable. Es creativo y sabe madurar en el tiempo, porque es fiel. Es misericordioso.
Hoy parece justificada la cultura de la cancelación: si no estás en mi órbita, no vales nada, te desecho. Frente a eso, María, Madre: la de la cultura de la misericordia, de la acogida, de la ternura.