I DOMINGO ADVIENTO C. 2024
“A Ti, Señor, levanto mi alma”. Es curioso, la sociedad de consumo tiene prisa, y enciende luces estos días como queriendo huir de sus oscuridades. Lo de menos es lo que se celebra, lo que importa es la celebración. Es la imagen del mundo. ¿Buscar el sentido y la raíz de lo esencial? ¿Y qué más dará si tengo la oportunidad de conseguir lo que me gusta al 40% de descuento? Vamos a lo nuestro en una huida hacia adelante. Llenamos las calles y nos llegan paquetes. Y ¿con eso nos basta…?
Hoy, por su parte, la Iglesia nos recuerda algo bien distinto: ¿quieres gozar de la alegría que de verdad cuenta? Calma. Haz ganas de Dios. Saborea y vive este “tiempo de esperanza” que es el Adviento. No se trata de una esperanza vacía y resignada, como si no hubiera más remedio que aceptar lo inaceptable. No es esa esperanza irreal, que nos inventamos nosotros, con optimismos prendidos con alfileres. Necesitamos puntos de apoyo que nos devuelvan la ilusión por lo bueno, y lo que de verdad merece la pena. Esa esperanza auténtica que se apoya en la confianza en Dios, que se ha hecho hombre por nosotros y viene a salvarnos de todas nuestras carencias y debilidades. Por eso podemos decir con una alegría cierta: “a Ti, Señor, levanto mis ojos, a Ti, que habitas en el cielo”.
El Adviento es como ese toque de campana que, desde la torre de la iglesia de los pueblos, nos advertía de algo importante y urgente para todos: esa llamada de atención para avisar y estar alerta a lo que va a llegar. Pongámonos a la escucha. A ver si nos llega con claridad ese mensaje luminoso que no ha perdido vigencia: necesitamos a Dios, necesitamos volver a percibir las cosas tal y como son, porque nos las están robando sin darnos cuenta. ¡Un mundo que, sin Dios, está perdido!
1. Señor, enséñame tus caminos. Cuando nuestro único horizonte parte de nosotros mismos, estamos a la busca y captura de nuestros propios intereses y no tenemos más meta o perspectiva que lo de aquí abajo, acabamos dando vueltas en círculo, sin avanzar un milímetro. Hemos perdido el norte y no tenemos brújula. ¿A dónde iremos, Señor? No queremos acabar en callejones sin salida. Escuchemos lo que nos dice el salmo: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”. Cristo viene a la tierra para eso: para mostrarnos caminos de humanidad. San Juan Pablo II lo decía con contundencia: “Sin Jesucristo el hombre es un desconocido para sí mismo, un enigma indescifrable, un misterio insondable; porque sólo Jesucristo revela el hombre al propio hombre.” Nadie puede darnos lecciones de humanidad. Cristo nos abre los caminos divinos de la tierra.
2. Santos e irreprochables ante Dios. Nuestros ideales parece que hubieran perdido fuelle: nos conformamos con” ir tirando” y no nos damos cuenta de que, como decía un buen amigo: “ya es hora de ir recogiendo”. No pretendamos ser extras de una película de esas del montón: estamos llamados a ser protagonistas y acabamos vestidos de no se sabe bien qué, haciendo bulto en una serie del tres al cuarto que no ve nadie. Volvamos a repetirlo una vez más: ¡Que somos hijos de Dios y hemos sido comprados a gran precio! No nos hagamos de menos. San Pablo nos invita a “rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. Tener un corazón grande que sepa querer no es ser bobalicones, que no saben dónde se andan. Lo de la santidad no es un ideal, es un querer de Dios para todos. No nos lo acabamos de creer, pero es lo que da verdadero sentido a nuestra vida: vivir con Dios y de Él.
3. Despiertos en todo tiempo. Una de las actitudes de fondo de este tiempo de Adviento es esa llamada a no permanecer dormidos o amodorrados. Porque, en ocasiones puede dar la impresión de que estuviéramos como narcotizados por un mundo que nos quiere sumisos y sin pensar demasiado, sin enterarnos de mucho, o al menos sin querer implicarnos en nada. Las palabras del Señor en el Evangelio son claras: “levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Mirar demasiado hacia abajo nos está quitando fuerza. Mientras nos quedemos en ese perfil bajo de no hacernos notar ni para bien ni para mal, lo único que lograremos es que otros más vivos que nosotros, con poco sentido común, y menos sentido sobrenatural, nos impongan sus criterios mundanos. La verdadera liberación la trae Cristo, el Señor, que quiere nacer en nosotros.
Miramos a María, la Virgen del Adviento, que sabe escuchar y aguardar. Ella es vida y dulzura, esperanza nuestra. Levantemos los ojos a la Madre, para que ella nos muestre a su Hijo, el Señor.