DOMINGO I DE PASCUA DE RESURRECCIÓN 2022

¡Cuánto movimiento en la mañana de la resurrección! Claro, ¡Cristo en verdad ha resucitado! Señor, seas por siempre bendito y alabado porque con tu resurrección nos has abierto las puertas de la eternidad. Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. 

Hoy queda iluminada nuestra esperanza, porque la aparente derrota de todo un Dios que ha dado la vida por nosotros, se ha convertido en victoria. No estamos hechos para morir y ahí se acabó todo, estamos hechos para la vida. Quizá estamos en tiempos en que surca el horizonte una estela de decepción. Parece que todo abocara a decepcionarnos de nosotros mismos. Somos orgullosos, creemos que tenemos todo a nuestros pies, pero esa vanidad, esos impulsos tan a lo humano, acaban haciéndonos tropezar y caer. No podemos achacarlo a los demás, a las situaciones complicadas que se nos ponen por delante. Somos nosotros mismos los que nos ponemos las dificultades y caemos en ellas. Ese delirio del yo, ese darse importancia, tiene corto recorrido.

“Luchan vida y muerte en singular batalla”, se nos ha recordado en la Secuencia antes del Evangelio. Y ese campo de batalla no es solamente el mundo en que nos movemos. Está ocurriendo en nuestro corazón, donde intereses contrapuestos se dan la mano y luchan por prevalecer. Hay en nosotros un afán de hacer las cosas bien, pero terminamos haciéndolas mal. Hay en nosotros muy posiblemente, cierta claridad de ideas, tenemos las cosas mejor asentadas que muchos otros, eso al menos pensamos, pero aunque así fuera, la teoría se pone entre paréntesis porque vencen nuestros impulsos, nuestros deseos más mundanos. Y nos escandalizamos de nosotros mismos.

Hemos escuchado también esa súplica que nos llega a salir de dentro: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa”. Sí, la victoria es de nuestro Dios. El Reinado es de Jesucristo, el Señor. Por eso, porque queremos distinguir bien unas cosas de otras, haznos ver nuestra miseria, la precariedad de nuestro corazón y vence, bendito Rey de cielos y tierra en nuestro interior. Porque la victoria es tuya. Nuestras victorias, son precarias, insustanciales, pero tu victoria a la muerte, al sufrimiento, al pecado, al diablo, es anuncio de vida, de luz perpetua.

1. No podemos perder el tiempo. Está rayando el alba, y parece que le cuesta trabajo al sol dar a luz el día, pero nuestra alma, como la de María Magdalena y tantos y tantos que saben ser impacientes ante Dios, está bien despierta. Despertar pronto, antes pronto que tarde. No dejemos que Dios y las cosas de Dios, se vayan atrasando para después. El amor de Dios nos urge.

Cuántas veces decimos: vale lo tengo claro, lo acepto, creo en lo que Dios me va diciendo y, sin embargo, le tenemos miedo al ahora. Le decimos al Señor: después, mañana. Y el hoy se nos queda devaluado y triste, porque ese compromiso de amor nos cuesta. No dejemos pasar el tiempo. Entrégate a Dios.

2. De la oscuridad a la luz. Hay en nosotros una inercia mala que nos lleva a estar instalados en todo aquello que es verdad que nos lleva a ser buenecitos, a no romper un plato, a ir tirandillo. Nuestra luz la hemos reducido a un candil que apenas alumbra y seguimos caminando a tientas, tropezando con las mismas cosas, que siguen poniéndose por delante para interrumpir el paso. ¿Le tenemos miedo a la luz, esa luz que nos hace ver claro las dificultades, los muros, las excusas que siempre estamos dispuestos a poner para salir aparentemente airosos de las situaciones, pero con un quiero y no puedo? Apaga la oscuridad en ti y pon ese foco deslumbrante al que Dios te invita.

3. Anunciémoslo a todos. Algo tan grande: la victoria de nuestro Dios, no se puede quedar en una especie de soufflé que no ha subido, aplastado e insípido. Deja que Dios venza en ti, que te llene hasta los últimos recovecos de tu ser y dé vigor a una vida que renquea, que da un paso hacia adelante y luego vuelve otra vez dos pasos atrás. Aprende a decir que no. Sé fuerte, sé valiente y apuesta por todo aquello que es digno de ser abrazado. Defiéndete de las agresiones del mundo para impedir que te arrollen y, luego, sé tú el que se pone en marcha para dar razón de tu fe, de tu esperanza a todo el que lo pida. Y, aunque no lo pidan sus labios, lo está pidiendo su corazón. Dáselo.

María, Madre, tú has sabido esperar, tú has tenido fe inquebrantable, tu amas. Enséñame.