Homilía D. Alfonso

DOMINGO II T. CUARESMA. TRANSFIGURACIÓN. 2022

¡Qué pedagogía la de Dios, que nos va llevando de la mano! Veíamos el domingo pasado cómo la tentación, y su consecuencia el pecado, pretende separarnos de Dios. En el Evangelio de hoy, el Señor va más allá: nos pone en los umbrales del cielo, levanta el velo de su intimidad y muestra con claridad quién es Él. Hay tanta desproporción… Él es el todo, nosotros apenas somos nada. Él es la majestad divina, nosotros somos tan humanos que parecería que no terminamos de despegar de lo terreno.

¿Cómo podemos avanzar en este camino abierto de la Cuaresma? Quizá estamos en la idea de que tenemos que ser nosotros los que hagan las cosas, poniendo todo de nuestra parte en un esfuerzo continuo y a veces titánico. No es exactamente así. No es lo que yo me propongo, no son mis fuerzas, esas fortalezas que voy arraigando, es más bien ese encuentro con Dios que me deslumbra, que me hace abrir los ojos y me lleva a ilusionarme tanto con Él que abre para mí caminos de esperanza.

Es por donde nos quiere llevar Iglesia. Nos muestra a Dios que sale a nuestro encuentro. Dios que no se sube al pedestal para, desde allí, atraer nuestra atención y exigirnos esto o lo otro. Lo que hace, más bien, es atraernos hacia sí para que seamos nosotros los que le abramos las puertas de nuestra alma, no para forzarnos, sino para que le dejemos tomar posesión de todo nuestro ser y actuar.

La iniciativa siempre parte de Dios que nos va marcando el camino y nos invita a seguir sus huellas, para que pisemos por donde Él pisa. ¿Y eso cómo podemos concretarlo para no despistarnos? Habría que dar paso a tres grandes momentos con Dios: el encuentro, el deslumbramiento, el cambio de vida.

1. El encuentro con Dios. Pongámonos a tiro, al calor de ese “Sol que nace de lo alto” y que es Cristo. Quizá desde pequeños hemos recibido una buena formación, se nos han dicho las cosas, que han quedado grabadas en nosotros, pero ¿no es verdad que esa formación se ha podido quedar en cosas que sabemos, en actitudes que asumimos, en situaciones que nos parecen buenas y las vamos incorporando más o menos a nuestra vida? Ahí está. ¿Y eso está mal? Claro que no, pero eso con ser algo es poco, porque esa formación puede asumirse como otra información más. Sabemos que Nueva York es una capital cosmopolita de EE. UU, la sede de las Naciones Unidas, pero eso que yo sé no me cambia la vida. Mi fe en Dios no es algo que sé y en lo que creo. Ha de transformar mi vida.

2. Dejémonos deslumbrar por Dios. Dios no es un algo abstracto que está ahí, como un regalo valioso que me ilusionó y lo coloqué en un rincón de la casa para decorar. Dios no es algo, no es una energía que me carga las baterías cuando me conecto con Él. Dios no se confunde con la creación, porque todo lo creado ha salido de sus manos. Dios es un alguien, es un ser personal con el que puedo relacionarme y que me transforma. Dios es la belleza, es la verdad, es el bien. Pero es, ante todo, Padre, lleno de ternura, todo misericordia, es Hijo, que me ama y me salva desde la cruz, es Espíritu Santo, que me enseña a amar, llenándome de su luz y su fuerza. Ante Él me quedo con la boca abierta, porque sale a mi encuentro y me llena de sus dones. Pero eso no es algo teórico, sino algo que me da la vida.

3. La oración nos cambia la vida. Decía Benedicto XVI que “la oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo.” La oración, cuando es auténtica, nos hace tocar el cielo. No se trata de plantearnos las cosas desde el esfuerzo como si eso fuera la única forma de encontrarnos y gozar de Dios. Encontrarnos con Dios y quedar deslumbrados por Él, enamorados de verdad está tan lejos de la rutina… Venir a misa porque toca y decir que aburre, frente a orar con el alma, es comparar una chabola con un hotel de 5 estrellas. La oración sentida y hecha vida, nos hace ver todo con otros ojos. Y cambia la vida, porque Dios es grande, muy grande.

La oración no es evadirse de la realidad, no es algo accesorio, ni opcional. Es cuestión de vida o muerte. La Virgen lo ha dicho con claridad, en Fátima, en Medjugorje: la oración hará cesar la guerra.