DOMINGO II T. ORDINARIO A. 2023
En las lecturas de este domingo, hemos repetido con el salmo algo comprometedor: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Con eso le estamos diciendo al Señor: “me apoyo en Ti, hago una apuesta firme por Ti. Eres mi punto de referencia. Supedito mi voluntad a la tuya, mis deseos a los tuyos”. Es lo que planteamos al rezar el Padrenuestro: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Qué alegría que todo esto lo hagamos nuestro. Que nuestro camino sea el del Señor.
Sin embargo, a poco que nos paremos a pensarlo, este punto de partida no es fácil de asumir. Pregúntate: ¿qué vivencia tengo de Dios? ¿cómo me afecta? ¿Creer en Dios es algo que transforma mi vida? ¿Opto incondicionalmente por Dios? Es lo que hizo la Virgen cuando da su respuesta al Ángel. No se toma un tiempo para pensarlo, con plena disponibilidad dice: “hágase en mí según tu palabra…” Y eso tiene su efecto inmediato: El cielo que viene a la tierra. Ojalá que pudiéramos decir algo parecido para dejar que lo eterno se meta de lleno en nuestra vida. Y la transforme. Sería darle a Dios posesión de nuestra existencia. “Para mí vivir es Cristo”, dirá San Pablo. Dios sin necesitar de nosotros nos invita a ir tras Él. Que me identifique contigo, Señor, que seas mi punto de referencia.
Estamos en un tiempo donde ya no caben las medias tintas. A Dios gracias, están surgiendo en nuestra Iglesia iniciativas que tratan de favorecer el encuentro con Dios. ¿Y qué ocurre? Que Dios está también muy interesado en que fomentemos una fe adulta, descubriendo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Alejemos de nosotros esa fe prestada o alquilada, que es más teoría aprendida que pasión de amor. Nuestra fe, digámoslo otra vez más, ha de ser una fe experimentada, vivida.
Renovemos nuestra fe, para ver a Dios no como alguien lejano, sino como amigo entrañable. Porque es, como decía San Agustín, más íntimo a mí que yo mismo. Que pueda decir: soy de Cristo, porque lo he buscado, lo he encontrado y ese trato profundo con Él me ha cambiado la vida.
1. El relativismo es el gran dogma de nuestro tiempo. El hombre ha dejado de confiar en soñar los sueños de Dios, y sueña sus imaginaciones, sin tener en cuenta al que nos ha creado y nos sostiene y nos da vida abundante. Es el sueño de una libertad sin trabas, que se termina convirtiendo en pesadilla, porque nos dejamos atrapar por nuestros deseos que hoy son de una manera, pero que en un rato pueden ser de otra. Eso produce un mareo constante: nada hay estable. Podríamos decir que es como empeñarse en que un metro puede ser de 80 ó 90 centímetros, según las circunstancias en las que nos movamos. Pero esa razón que yo construyo, dejando a Dios al margen, descoloca porque es falsa. Dios no es un ladrón de nuestros anhelos. Al contrario: es dador de vida.
2. La opción por un hombre sin referencias. Nos movemos, en ocasiones, entre arenas movedizas porque se ha extendido una manera de ver las cosas individualista. Y eso implica poner el propio yo a la cabeza de nuestro caminar. ¿Y eso funciona? No, porque un hombre que se erige en su propio maestro está abocado al vaivén de los propios deseos, y va dejando que el poder es el criterio con el que se aborda todo. Queremos dominarlo todo. Lo que a mí me parece lo pongo como criterio de vida. Con lo cual no hay una realidad estable, todo está en continuo movimiento. Es la dictadura de las ideologías, apoyada en mi subjetividad. Yo soy el criterio. No hay un bien y un mal objetivos, y da igual: “yo sé lo que tengo que hacer…” Pero Dios no quita nada, da todo con creces.
3. Estamos en un tiempo de testigos. Quizá antes vivir la fe era quizá más fácil de asumir: había un ambiente en el que Dios y las cosas de Dios eran lo normal. Europa fue posible a partir de sus raíces cristianas, donde la verdad, el bien, la belleza tenían un referente claro: Dios. Un Dios que acompaña al hombre sin forzarlo, dándole su apoyo, animándolo a hacer el bien, con una moral que no se apoyaba el propio interés, sino en un Dios que se encarna, muere y resucita para mi salvación. Sin embargo, ahora para creer queremos ser nosotros los que den el visto bueno a todo y eso no siempre nos cuadra. Dios no es un enemigo: Él nos da la felicidad verdadera. Hay testigos: Benedicto XVI que ha trabajado por el Señor y el bien de las almas y se despide diciendo: “Jesús te amo”.
Nuestra Madre la Virgen nos muestra que sí, que hay algo definitivo: el amor de Dios por mí.