II DOMINGO T. ORDINARIO B. 2024
Después de un Tiempo de Adviento y Navidad muy corto, con fiestas muy seguidas, hemos comenzado el Tiempo Ordinario donde todo parece serenarse; aunque en un mes estaremos ya metidos en el Tiempo de Cuaresma: el 14 de febrero próximo. Pero no esperemos hasta entonces, es ahora cuando no podemos perder el ritmo: la cercanía del Señor ha de ser para nosotros lo cotidiano. En el Evangelio de hoy se nos proponen los primeros encuentros de los discípulos con Jesús. El Mesías prometido empieza su vida pública y se hace el encontradizo en los caminos de Palestina. A poco que lo pensemos, ocurre también lo mismo, contigo y conmigo, en este mundo convulso que nos toca vivir. Cristo, el Señor, sigue paseando por la tierra y se deja ver en todas las encrucijadas en las que el hombre se encuentra. Y su figura sigue siendo sugerente. Nos atrae.
Un peligro que nos puede sobrevenir, más de lo que suponemos, es creer que ya nos sabemos las cosas y que, a estas alturas del partido, no necesitamos que nos digan lo que tenemos que hacer, y mucho menos cómo tenemos que pensar: “A mí con esas…” Y, sin embargo, la Iglesia que es Madre y Maestra, tiene esa pedagogía de quien ama de verdad a los suyos y nos invita a un nuevo ponernos en marcha, porque sí que necesitamos que nos recuerden las cosas. Somos muy olvidadizos y no siempre distinguimos la teoría de la práctica: saber no es hacer, estar en camino no quiere decir haber llegado ya a la meta. Dejémonos orientar, vamos a ir a los orígenes de nuestra fe. El Señor nos ha dicho que ese amor primero se puede perder con más facilidad de lo que creemos. El impulso de los inicios, de esa amistad iniciada con el Señor, ¿sigue latiendo en nosotros? ¿Le hemos facilitado al Señor que pase por nuestra vida, pero de verdad? Ponte a ello, déjate encontrar por Él.
Las lecturas de este domingo nos llevan por este camino. Aunque a veces nos parezca que ese primer movimiento hacia a Dios lo ponemos en marcha nosotros, que brotaría de nuestro interior…, no es exactamente así. Es Dios el que, como muchas veces nos dice el Papa Francisco, nos “primerea”. Es Él quien va por delante para favorecer y dar alas a ese enamoramiento. Su sed de almas es inmensa, mucho más grande de lo que podemos pensar. El recuerdo de sus palabras en la Cruz: “Tengo sed”, tiene que arraigar en nuestro corazón. Y responder. Cristo que pasa y enamora. Dios que nos llama y tiene tal poder de seducción que nos encandila. La llamada de Dios que no es para algunos privilegiados. Es para todos, única y definitiva. Mira lo que ocurre con los primeros: tienen la experiencia de vivir una jornada con el Señor, que habría de ser definitiva en su vida. Jesús que ve a Pedro y le cambia el nombre. Una mirada y unas palabras que transforman porque lo convierten en un hombre nuevo. Y a mí ¿a qué me llama? A hacer su voluntad. Se lo pedimos en el Padrenuestro: “hágase…” Respóndele con fuerza: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
Y eso no se puede quedar en sonido de palabras, sino en una vida acorde con Él. Entregada. Eso afecta a todo nuestro ser: alma y cuerpo: “Glorificad al Señor con vuestro cuerpo. Es templo del Espíritu Santo”. Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Llamados a reflejar a Dios en todo lo que hacemos, pensamos, sentimos, hablamos, vivimos. Eso implica cambiar. Yo ¿dónde estoy?
1. Me da igual una cosa que otra. A veces estoy aquí. Confuso aun sin darme cuenta. Pienso: “puedo hacer una cosa o su contraria, tengo libertad de ser yo el que da su valor a las cosas, según mi criterio, según dicta mi ánimo, según mi deseo”. Pero no, Señor. ¡Que salga de este atolladero!
2. Que distinga el bien del mal. Es dar ese paso cualitativo, que me hace ver que no soy yo el criterio último, los demás también existen y he de buscar, con la ayuda de Dios, algo que me una a ellos en el amor. Hazme ver, Señor que existe una objetividad para que haga el bien y evite el mal.
3. Que apueste de verdad por el bien. Con la mirada puesta en Dios, que no me quede en lo mío.
Comprometido con los demás, buscando el bien común y ayudándoles a ser mejores, me apoyo en lo que Dios me va pidiendo: acato su voluntad y le entrego la mía. Todo tuyo, Señor. Ayúdame.
Cuántas cosas grandes derivan de ahí. De dejarse encontrar, de dejarse querer por Dios, de aprender de Él a amar, de seguir sus pasos. Pues maestra de ello es María, Nuestra Madre del cielo.