Pedimos mucho al Señor y Él está dispuesto a entregárnoslo, pero no nos lo puede dar si no lo acogemos y respondemos a sus llamadas, si no recorremos el camino que Él nos va marcando. No se puede recibir si no tenemos el corazón preparado para dar. No dejes que tu corazón se estreche y se vuelva egoísta, cuando lo que el Señor quiere de nosotros es que seamos generosos.
Nos da miedo un Dios que pida demasiado. Queremos dar, pero lo justo… Sin embargo, Isaías nos habla del Señor como siervo sufriente, entregado hasta la muerte para que nosotros tengamos vida. Merece la pena, Cristo nos va abriendo camino: no hay amor sin entrega, no hay entrega sin sufrimiento. Pero no vale un sufrir por sufrir. No apoyemos nuestra fe en la resignación. Dios nos quiere libres para dar sin victimismos, sin quejas que nos impiden ver el horizonte en toda su amplitud, con una esperanza que va mucho más allá de nuestras miras humanas.
1. Dios no nos pide imposibles. tenemos por delante la figura de Cristo que es el espejo donde hemos de mirarnos. Nuestra humanidad, adquiere su grandeza apoyada en Él. No olvidemos que la humanidad santísima de Cristo fue clave para que muchos santos avanzaran en la unión con Dios. Mirando al Salvador, dejándonos salvar por Él vamos comprendiendo que la alegría de la fe pasa por una entrega cada vez mayor: que me olvide de mí, Señor, para que todo lo apoye en Ti. No quiero hacer lo mío, quiero, en todo y para todo, hacer tu voluntad, la quiero y la hago.
2. Las ambiciones humanas son efímeras, tan poco estables… Quizá ciframos nuestros deseos, nuestras ilusiones, en cosas mundanas, y al poco nos damos cuenta de que eso que tan ardientemente teníamos en nuestra cabeza y en nuestro corazón es pasajero, flor de un día. Nuestra esperanza puesta en lo que no pasa, en lo que nos abre los ojos más allá de las cosas de aquí abajo. El “hágase tu voluntad”, ha de ser un modo de vida, no un ideal que no podemos conseguir porque nos parece inalcanzable. Quiero, Señor, lo que Tú quieras, porque sé que lo demás, aunque ahora mismo me “apasione” o vea imprescindible, no me va a dar la plena satisfacción. Ábrete paso en mí.
3. Mantengamos firmes la confesión de fe. Nuestra fe no puede estar supeditada a que nos vayan bien las cosas. Nuestra fe no podemos hacerla depender de nuestros deseos, porque si se tuercen y nos cambian el paso, nos enfadamos y no queremos saber nada. Si ponemos nuestra confianza en nosotros mismos, la fe no aguanta, se cae. ¿Entonces? Fiémonos del Señor, Salvador y Redentor, que es también hombre verdadero, porque Él ha experimentado, como nosotros ahora, el sufrimiento, el dolor y la muerte. No es ajeno a lo que nos pasa. Tiende la mano. Nos comprende.
No veamos en Cristo la imagen bonita, de un crucificado al que ya estamos habituados. Cristo está vivo y sigue viviendo en nosotros lo que vivió en el Calvario. Él sigue pasando también ahora por esas situaciones complicadas, que nos dejan heridos, y lo ha hace para que nosotros, con Él, podamos seguir volviendo divino todo lo humano. Ten la seguridad de que el Señor va por delante y puede tener compasión de nosotros. Creemos y podemos apoyarnos en un Dios que no está allá en una nube lejana, despreocupado y ocioso, porque sigue amando y sabe llorar por sus amigos.
Vuelve tu mirada al Señor y míralo como quien es: el que revela el hombre al propio hombre y se convierte en una fuente de misericordia. Acerquémonos a Él porque, de su Corazón ardiente, como nos dice la Escritura, manarán torrentes de agua viva. Y solo de ahí, de ese Corazón que siente, que sufre, que se alegra, podremos beber el agua que sacia nuestra sed, el agua viva. Es manantial de amor verdadero, de comprensión, de misericordia. ¡Qué poca consistencia tienen entonces los anhelos humanos que son cortos, que miran demasiado a la tierra y apenas remontan la vista al cielo! ¿Cuál es una de las dimensiones más preciadas del amor? El servicio, la total entrega.
Puedo decir entonces, con toda la fuerza que recibo de Dios, lo que digo, quizás sin darme mucha cuenta al rezar el Padrenuestro: “hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo”. Podré decir, aunque arranque con miedo, que mi voluntad es la suya. Y, con María, sabré rendirme ante Dios y me haré pequeño para que Él se haga grande en mí. Con la seguridad de que cualquier cosa que me pida la puedo poner a su alcance, porque no me fío de mí sino de Él.