III DOMINGO T. CUARESMA B. 2024
El camino de la Cuaresma es un buen momento para ir conociendo a Dios y conociéndonos a nosotros mismos. Porque, aunque creamos tener las cosas claras, no es así. ¡Qué bien nos viene recordar esos temas esenciales de nuestra fe, para hacerlos vida de nuestra vida! No dejemos que la precipitación y el agobio nos lleven por delante. Necesitamos esas luces en las noches oscuras de nuestra alma, para que nuestro amor a Dios sea algo saboreado, sentido, vivido… Estamos metidos, aun sin darnos cuenta, en una guerra de amor que hemos de ganar para Dios. No seamos ingenuos, nos jugamos mucho en ese combate: la felicidad ya aquí, en esta tierra, y el gozo eterno en el cielo. Y hay enemigos que acechan: el mundo, el demonio, la carne… Pero no nos faltará la gracia de Dios.
1. Nada de pactar con el pecado. El pecado no es una opción, es siempre un mal. Y no cabe sino hacerle frente para huir de él. Habrá tentaciones hasta el último aliento, porque el mal es muy seductor, y tendremos oportunidades de confesar y pedir perdón, pero sin bajar la guardia, o pactar con lo malo como si fuera inexorable. No nos conformemos con una ley de mínimos, con no cometer pecado mortal, con no traspasar esas líneas rojas que teóricamente tenemos claras. No se trata de ver hasta dónde puedo llegar para no cometer una falta grave. Eso es “racanear” con el amor, mientras pasa por delante la gracia de Dios que nos libera. Nos falta creatividad en el amor y nos ponemos a la defensiva. Si jugamos fútbol con 10 defensas y un portero, ¿pretendemos ganarlo? Dios estará siempre a nuestra disposición. El asunto está en acoger con ganas lo que Él nos regala, sin pactar con un corazón turbio, insensible, que nos impediría aprender las delicadezas del amor.
2. El pecado venial es un verdadero enemigo. Con frecuencia nos dan un poco igual las faltas leves, porque creemos que son tan solo rasguños en el corazón, descuidos que no lo dejan herido de muerte. Y, sin darnos cuenta, hacemos pacto con la mediocridad. Porque, aunque los veamos como “tropezones sin importancia”, van socavando nuestra entrega a Dios. Hay actitudes que no pueden convivir en nuestro corazón, porque son como el agua y el aceite. Dios no puede estar a gusto en nuestro pecho cuando lo vamos arrinconado hasta echarlo de allí. No nos conformemos con poco: el primer fogonazo del enamoramiento ha de dar paso a una auténtica pasión de amor. No basta con no ser malos, pongamos empeño en ser buenos, merece la pena. Y luego busquemos ser mejores, dejándole al Señor llevar las riendas. Después, deslumbrados por Dios, amigos de Dios, daremos paso a esa unión íntima con Él, que es lo que verdaderamente transforma la vida.
3. Por mí mismo no puedo nada, con Dios todo. Para favorecer este itinerario de amor, es fundamental reconocer nuestros límites, darnos cuenta no solo de nuestras debilidades, sino de nuestra condición pecadora. Al encajar nuestra fragilidad, nuestros límites nos ayudan a aferrarnos a Dios. Alguien decía que hay que dejarse corregir por la vida, que es la sabiduría de Dios. No es tanto lo que yo hago, sino lo que Dios hace en mí y por mí. Hay un gran engaño que desactiva la amistad con Dios: buscar lo confortable, no pensar nada, la paz del “no siento ni padezco”, técnicas orientales que nos vuelve fríos e insatisfechos. Porque no aportan más que grisura, dejando de lado la emoción, el entusiasmo por una vida entregada de verdad. Todo eso adormece, nos entretiene, pero no da la felicidad verdadera. Es algo más grande: trato personal con el Buen Dios que es Padre y nos ama incondicionalmente, abriendo las puertas al bien, a la belleza, a la verdad, a lo eterno.
Una primera etapa: conformamos con no ser malos. Pero eso es muy poco. Esforcémonos por ser buenos, aunque al principio sea sin entusiasmo. Luego, nos daremos cuenta de que merece la pena ser mejores dejándole al Señor llevar las riendas. Y ya después, deslumbrados por Dios, amigos de Dios, daremos paso a esa unión íntima con Él, que es lo que verdaderamente transforma la vida. Evitemos esas excusas que nos llevan a seguir igual que siempre, acomodados y sin alicientes. Es tiempo de conversión, no le tengamos miedo a ese cambio de vida que nos abre horizontes.
Quizá digamos: eso es muy difícil. Pero Dios es el Dios de lo imposible. Pregúntale al Señor: “¿qué es lo que no te gusta de mí…? ¿Qué te incomoda?” Seguro que quiere responderte, para facilitarte las cosas. Déjate querer y Él hará el resto. ¿Y eso…? Acogiéndote al regazo de María.