DOMINGO III T. CUARESMA C. CONVERSIÓN. 2022
El episodio de la zarza ardiente es un desafío que Dios nos propone. Dios ¿qué o quién es? Es un misterio. Un misterio de amor que se va desvelando. Lo conocemos tan poco… El problema es que podemos acostumbrarnos. Quizá lo tenemos tan adaptado a nosotros, a nuestros esquemas, que lo acabamos “domesticando”. Moisés ante la zarza ardiente se queda deslumbrado. Es esa imagen de Dios que luego se repetirá con frecuencia: fuego que se hace luz en la oscuridad, fuego que quema todo aquello que sobra en nuestra vida, fuego que prende en nuestro corazón y que tiene vocación de expandirse a tantos otros corazones: “he venido a traer fuego a la tierra…”
Dios mío, que te busque, que te encuentre, que te ame, que permanezca contigo. Siempre.
Dios nos tiene paciencia. Es tan generoso y condescendiente con nosotros… siempre nos dará oportunidades, pero no para empeñarnos en las mismas actitudes, y seguir a lo nuestro. Yo no soy malo.., pero ¿lucho por ser bueno? Ser bueno, ser santo, no lo lograré yendo a mi aire, porque eso implica, de una forma u otra, rechazar a Dios y sus designios de amor. Convirtámonos.
De una conversión buscada y necesitada, hemos de pasar por una conversión encontrada y sentida, para tomar plena conciencia de ello y llegar a una conversión vivida… apasionadamente. Hoy, gracias a Dios, hay muchas más posibilidades que antes de un encuentro con el Señor. Pero ese paso de Dios por mi propia vida, que me llena de gozo y pone luz donde antes había oscuridad, no puede quedarse en fuegos artificiales, en flor de un día. Hay que darle arraigo. Eso pide cambio.
1. Hay una primera conversión: Es el descubrimiento de Dios. Abrir los ojos a la fe. Quizá estábamos revoloteando en mil cosas, dando palos de ciego, probando por unos lugares y otros con unos resultados pobres o decepcionantes. Ahora es rendirse ante la evidencia de un Dios que nos invita a creer. Nuestra relación con Él cambia: se pasa de una idea de un Dios molesto, porque nos exige mucho y nos quita la libertad, de un Dios que pide, que manda muchas cosas, de un Dios juez, serio y circunspecto, a un Dios que se vive como más cercano, porque viene con las manos llenas, y abre expectativas que antes ni hubiéramos imaginado. Dios que existe y no es molesto.
2. Sigue una segunda conversión: Es ese “darse cuenta” de que no se trata de tener clara la teoría, hay que aterrizar. Es lo que lleva a la acción concreta. Nos pone en “modo lucha”. Nos hace conscientes de lo que supone amar a Dios: entregarse, comprometerse con Él para que se meta de verdad en nuestra vida y le dé sentido. Percibimos que Dios nos ama y nos ayuda a afrontar las dificultades en esa entrega que nos va pidiendo. Nos revelamos en ocasiones, pero vamos teniendo clara la meta y emprendemos el camino que nos lleva a ella. Dios se va haciendo compañero de camino y nos va dando su gracia para que todo arraigue. Y emprendemos esa lucha.
3. Pero hay una tercera conversión: Es pasar del cumplir al amar. Meterse en el Corazón de Dios. Ya no es ir solamente al tran-tran, sino sentirse empujado por Dios y sentirse muy querido por Él. No es ya el conformismo grande de hacer las cosas más o menos bien. ¿Es tan pobre lo que Dios quiere de mí? Se trata de ir creciendo en el temor de Dios, de tener aversión al pecado, de no pactar con la tentación. Es la conversión de la mediocridad y de la tibieza en la que a veces caemos, a un verdadero deseo una santidad que es el fruto del amor. Esa santidad de enamorarse tan arrebatadoramente de Dios que uno no piensa ya en sí mismo, sino en quererle más y más.
Convertirse en plenitud no es una teoría, o una técnica que uno pone en marcha, es cambiar completamente la perspectiva y la dirección. Es una verdadera revolución copernicana que lleva a “descentralizarse de uno mismo y centrarse en Cristo”. Convertirse es comprender que la santidad no es un fin, sino un fruto, porque lo que de verdad nos interesa es amar y mucho, tratar a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo. No es ir midiendo si he avanzado mucho o poco.
Lo que quiero es darle mi vida, pero de verdad: mi vida es tuya, Señor. Es no pensar en nada ni en nadie más que en Él. ¿No fue eso lo que hizo María, lo que hizo José, lo que hicieron los santos…?