Bienaventurada eres María, Dios te ha exaltado sobre todas las criaturas y estás sobre esa columna desde la que miras y atraes a todos tus hijos para que acudan a ti. Sí, “bienaventurada me llamarán todas las naciones porque el poderoso ha hecho obras grandes en mí, su nombre es Santo”.

Cuenta la tradición que cuando Santiago estaba desalentado, la dureza del corazón de los hombres que habían de acoger, aquí, en la futura España, el mensaje de salvación, les cerraba el alma. Pero ella, María, se le apareció en carne mortal y le llenó de esperanza, le devolvió la ilusión y le hizo la promesa de que esta tierra acogería el mensaje de su Hijo y lo haría propio. Esta sería, como luego subrayaría el Papa Juan Pablo II, tierra de María.

Hoy la Iglesia canta las glorias de María y despeja los caminos para que nos dirijamos al que es el centro de la Historia, Rey de reyes y Señor de señores, a nuestro único Salvador, Jesucristo. Y la invoca como Arca de la Alianza, como Estrella de la mañana, como Puerta del cielo. Bendita tú, María, porque has dicho sí, porque has engendrado y has dado a luz al Salvador.

En el Evangelio Jesús, aparentemente, parece que considera en menos a su Madre, pero no es verdad. Jesús quiere mostrarnos que, aunque María ha dado su cuerpo para ser morada del Redentor, antes, mucho antes, ha abierto su alma para que el Todopoderoso fuera de ella el Dueño y Señor. María, que nos enseñas no solo a la admiración, a la devoción a tu persona, nos muestras cómo el camino verdadero está en acoger de tal modo a Dios en nuestra vida que Él y solo Él lo domine todo, lo llene todo, lo ilumine todo. Mi vida, María, quiero que sea, como la tuya, una vida entregada, sin un resquicio para mi yo.

Hoy la liturgia de la Iglesia nos da las pistas para recorrer ese camino, y nos dice que María nos da todo lo necesario para no desfallecer en el camino. Nos da: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. 

1. Fortaleza en la fe. María es la creyente por excelencia. “Bendita tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”. No duda, no pone pegas de ningún tipo, es el total abandono, es el sí incondicional. Es el suyo un sí que se va prolongando en su vida, con esa aceptación a los planes de Dios sobre ella, incluso dentro de la oscuridad. No quiere dar interpretaciones, no quiere poner sus acentos. Sencillamente se deja hacer por Dios.

2. Seguridad en la esperanza. No hay en ti, María, miedos. El miedo es, a fin de cuentas, dudar, dar más crédito a tener control sobre las cosas que esas miras puestas en Dios, el que sabe poner luz en el camino, a pesar de todo tipo de circunstancias que pueden llenar el camino de tinieblas, de bruma. María no duda, María no quiere tener en sus manos la hoja de ruta de su existencia, porque se la ha entregado a Dios. Y sabe que Dios no le va a fallar nunca.

3. Constancia en el amor. El amor no es algo que se logra y ya se da uno por satisfecho: ya lo he conseguido y me quedo tranquilo, saboreándolo. María sabe que el amor es un don y una tarea. María comprende que el amor no es un estado, es un camino. María se da cuenta de que el amor es un fuego que abrasa el alma, pero que puede apagarse si no se mantiene encendido. Echar leña al fuego del amor, no decir basta. Solo con Dios tiene su cumplimiento. Y ella lo acoge.

María, Madre nuestra, Madre mía, que somos tus hijos, no nos dejes. Que se haga realidad a cada instante lo que te pedimos en la oración: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén”.