DOMINGO IV T. ORDINARIO C. 2022
Quizá estamos en un momento en que no están claras las referencias, nos importan muy poco o, sencillamente, prescindimos de ellas. Pero eso tiene sus efectos: si el hombre solo se apoya en sí mismo, se pierde lo esencial. Hoy más que nunca tenemos que encontrar un sentido a la vida, darnos cuenta de que nosotros no nos hemos dado la existencia. El mundo no gira en torno a mí, porque existe antes que yo y existirá después de que yo lo deje. Necesito algo o alguien que me dé el aliento, no me sostengo en el aire yo solo, tengo que tener un suelo por el que caminar.
Las lecturas de la misa me dan las claves por las que discurre mi vida. No soy yo el que las pone, soy yo el que las recibe. ¿Qué es lo que hay en mi origen, “antes de estar en el seno materno”? Hay un amor arrebatador, el de Dios, que me ha dado la existencia. La clave de mi vida no es otra cosa que el amor. Vivo desde el amor, vivo para amar. Eso es lo que me da el aliento de vida.
Hoy, como entonces en la sinagoga de Cafarnaum, el Señor nos dice lo que hay, nos pone el marco en el que nos movemos; pero, hoy como entonces, no nos gusta que nos propongan caminos por los que no nos interesa caminar. Seguimos queriendo apartar de nuestro horizonte al que le da el verdadero sentido: Nuestro Dios y Señor. Y, con mucha facilidad acabamos borrachos de nosotros mismos, porque hacemos, porque decimos, porque sabemos… Nos pierde la acción. Pero, antes de nuestros actos, está lo que somos, lo que Dios nos da, la misión a la que nos llama. Antes está Él.
¡Qué paz da tener claro todo esto! Dios en el origen, Dios en el desarrollo de mi vida, Dios como meta a la que puedo dirigirme con esperanza, porque da sentido a todo. Eso es lo que me identifica y me mueve. Se podría decir que todo eso, en esencia, se resume en una palabra: Amor.
El otro día, hablando con un sacerdote, me decía que uno de los problemas de nuestra sociedad es que, aunque no nos demos cuenta, seguimos siendo unos adolescentes. No terminamos de crecer, nos creemos el centro del mundo, como si antes de nosotros no hubiera nada, como, si a partir de nuestro nacimiento, el universo se hubiera puesto en marcha. Seamos realistas, no es así. La madurez del hombre está en conocerse a través de los ojos de Dios y seguir sus huellas. Está en salir de nosotros mismos y abrir el horizonte de nuestra mirada. Dejarle a Él el protagonismo:
1. Dios no es un dios decorativo, de relleno. Sin darnos cuenta podemos crearnos un dios a nuestra imagen y semejanza. Un dios que responda a nuestras expectativas, que no nos cree problemas. Tenemos nuestro esquema previo y, a partir de ahí, funcionamos. Los compatriotas de Jesús lo conocían bien, lo habían visto crecer, era el hijo del carpintero y, seguramente, les había hecho arreglos en sus casas. Pero se quedaron ahí. No veían en Él más expectativas. Sin embargo, cuando les muestra su misión, cuando empiezan a captar sus pretensiones, se ponen en guardia y lo obligan a marcharse. No queramos “domesticar a Dios”. Escúchale, dale entrada en tu vida.
2. Uno mismo no está tampoco de relleno en el mundo. No somos los figurantes de una película donde hay muchos extras. Nuestra importancia no viene de la consideración que tenemos de nosotros mismos, de lo que valemos, de lo que conseguimos, de nuestras ocurrencias. El asunto no va de tener la autoestima alta. Va por otros derroteros. Somos más valiosos de lo que creemos porque Dios nos ha pensado desde la eternidad, nos ama desde la eternidad, porque nos ha traído a la vida y nos ama con un amor singular, único. Y tiene unos planes impresionantes para nosotros, nos quiere sus colaboradores para poner el mundo en marcha, para darle la verdadera vida: en Dios.
3. No estamos perdidos, nuestra vida tiene sentido. No estamos aquí dejados a nuestra suerte. Dios nos ha propuesto una misión: acoger el amor que Él nos da, arraigarlo en nuestro corazón y darlo a manos llenas. La vida no tiene el perfil que yo le doy, ha salido buena de manos de Dios y no es, sin más, un problema constante que tenemos que a bordar. El camino que Dios nos propone es atravesarla por ese amor que Él nos ha mostrado amándonos hasta el final. San Pablo, entendió muy bien que lo que mueve el mundo no es el amor propio, sino un amor desinteresado y grande, que se construye con el olvido de sí, con la entrega. Solo así el amor perdura, no pasa.
¿No es acaso María la que nos abre caminos? Con su sí libre, es esclava del Señor. Amando.