DOMINGO IV T. CUARESMA C. HIJO PRÓDIGO. 2022.
“Alégrate, Jerusalén…” Arriba los corazones: gocemos, porque es tiempo de gracia y bendición. El salmo va en esta línea: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. Es tiempo, ante todo, de mirar a Dios y complacerse en Él, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. No es un dios que está detrás de nosotros para fiscalizarnos, sino un Padre bueno que nos comprende y nos tiende la mano para que disfrutemos de su amor incondicional: “El afligido invocó al Señor, él lo escuchó y lo salvó de sus angustias”. Hoy escuchamos a San Lucas, en lo más genuino de su Evangelio de la misericordia: quizá la parábola más entrañable de Jesús, la del hijo pródigo. O sería mejor decir: del padre misericordioso.
Ante la maldad de nuestro pecado, que envenena el alma, la misericordia de un Dios que solo sabe amar. Pero hay que entenderla bien: la misericordia no puede ser una excusa para hacer lo que nos da la gana y después, como el Padre es bueno, todo solucionado. No nos llamemos a engaño, Dios no es un abuelo bonachón que apenas se entera y al que acabamos engañando, para salirnos con la nuestra. El perdón de Dios tampoco puede convertirse en un pasaporte que conseguimos para acreditar que, como vamos volviendo al redil, ya lo tenemos todo hecho. Eso, con ser algo es todavía muy poco.
Si no hay temor de Dios, si no nos damos cuenta de que nuestro pecado hiere el Corazón de Dios, no terminaremos de dar un giro definitivo a nuestra vida. Señor, que me duela mi pecado, pero no porque haya quedado mal ante mí mismo, y herido mi orgullo, sino porque me he separado de Ti, y he preferido bobadas que no satisfacen, rechazándote y dejando de lado el tesoro de tu amor por mí.
“En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. Metámonos en la parábola ¿con quién nos identificamos? Posiblemente, estamos dispuestos a vernos en el hermano pequeño, porque somos conscientes de que hay momentos en que hemos ido a nuestro aire y nos hemos alejado de Dios. Pero ¿no te parece que somos también como el hermano mayor, o una mezcla de ambos?
1. El hijo menor. Es un inconsciente. Solo piensa en sí mismo, en la diversión, en vivir su vida sin que le importen los demás. Cree que el dinero le va a proporcionar la felicidad, que la sensualidad va a ser lo que verdaderamente llena y que, con todo eso, no necesita más, porque lo tiene todo. Pero las cosas de aquí abajo son caducas. El dinero se acaba, el placer tiene un recorrido muy corto, y todos los proyectos, cuando tienen el yo como único protagonista, se acaban cayendo como un castillo de naipes. Es ésta una forma que lleva, poco a poco, a perder la propia dignidad. De ser hijo pasa a caer un trabajo servil, de ser libre pasa a ser esclavo. Solo puede ya reconocerse pecador y volver a la casa paterna.
2. El hijo mayor. Vemos en él amargura. Está descontento consigo mismo porque no le encuentra aliciente a nada. Y aparecen las comparaciones, la envidia, el aburrimiento porque no sabe disfrutar de lo que tiene y añora un ideal vacío. Está centrado en sí mismo y no es capaz de valorar que el amor de su padre puede colmar todo. El hijo mayor cumple, pero de forma rutinaria y cansina. Cumplir ¿es importante? Claro, pero quedarse ahí y no partir de un amor que es el motor de la vida, y no descubrir el amor al que estamos encaminados, produce hastío, porque no adivinamos lo que implica el bien, la belleza, la verdad. Hago lo que tengo que hacer, pero mis actos que pueden ser luz resultan sombras.
3. El padre bueno. Párate a pensarlo. Los dos hermanos están lejos del padre, uno físicamente, el otro de una forma más sutil: estando en su casa sin estar en ella, porque su alma también había huido más lejos que su hermano menor. Uno lo gasta todo, el otro no aprovecha nada. Uno se da cuenta de lo que ha estado haciendo y vuelve. El otro no se da cuenta, y acaba perdido en sí mismo. Son las dos formas de relacionarse con el padre: arrepentido el uno, a lo suyo el otro.
El padre, sin embargo, es el que toma la iniciativa con los dos: sale al encuentro del pequeño, tiende la mano al mayor. El padre es el que quiere redimir a los dos. Es misericordioso. Así es de grande Dios: no deja de amarnos jamás.
¿Y María? Le decimos en la Salve: “esos tus ojos misericordiosos”. Qué no hará por nosotros…