DOMINGO IV T. PASCUA 2023
Hoy es el Domingo del Buen Pastor. Es conmovedor ver cómo los apóstoles, tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, se convierten en padres y pastores. Ya se le han pasado los miedos, las reticencias y hablan con gran seguridad y fuerza: «Con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías».
Pedro habla de Cristo como Señor y Mesías. ¿Qué quiere decir esto? Que está por encima de todo y de todos. Que el señorío es de Jesucristo. Que ante Él ha de doblarse toda rodilla: en el cielo, en la tierra y en el abismo. No hay otro nombre sobre la tierra. Todo lo demás son ídolos de barro.
A partir de aquí salta en nuestro interior una pregunta a la que hemos de contestar con gran sinceridad: ¿quién es el que lleva mi vida, en quién me apoyo, quién me da la razón de mi existir, aquel que es mi sustento, a quien recurro cuando hay dificultades, el que me da tranquilidad para afrontar lo que pueda ocurrirme? Las lecturas de la misa de hoy lo que quieren suscitar en nosotros es confianza. Hay tantas incertidumbres en la vida, son sentimos con tanta frecuencia colgados, que tener un asidero, un punto de apoyo, es lo que me puede dar paz, sosiego, para que no haya sustos. Es curioso, parece que estuviéramos en un mundo de seguridades, donde quien más, quien menos, busca tener bien guardadas las espaldas, pero, al mismo tiempo, hay muchos miedos encubiertos, que salen a relucir cada dos por tres y hacen que se nos escapen las cosas, casi sin darnos cuenta.
Hay una especie de constante en todos: ahorrarnos cualquier dificultad, cualquier peso, si hay algo que resulta molesto, lo apartamos, si hay algún obstáculo que nos impide avanzar tratamos de dinamitarlo. Entramos en una dinámica de lo fácil, de deseos satisfechos, de no pensar demasiado. Es más sencillo hacer las cosas sin racionalizarlas demasiado que tener esa capacidad crítica para aprender a apartar lo malo y acoger lo bueno, aunque cueste. La cruz se rechaza, si esto o lo otro me causa molestias, incluso aunque me procure algo bueno, lo alejo de mí. El dolor, el sufrimiento, lo consideramos tan malo que evitamos encontrarle un sentido. Y lo tiene, no lo dudemos.
La frase del apóstol San Pedro, que hace eco a una expresión del profeta Isaías: “sus heridas nos han curado”, nos puede dar la dirección adecuada para no dejarnos vencer, para aprender a ahogar el mal en abundancia de bien. Podríamos decir con serenidad y alegría: “por la cruz a la luz”. El Señor nos enseña a darle al interruptor para iluminar nuestra vida: convertir todo en ocasión de encuentro con Dios, no dejar que nada nos atrape y quite la vista de lo esencial… que es Él.
1. Yo no soy el criterio de mi salvación. Aunque nos empeñemos en ello, no hay soluciones mágicas: la pretensión de dar sentido a la vida por nosotros mismos está llamada al fracaso, porque la verdadera humanidad nos la revela el Señor Jesús. Aunque lo busque, aunque ponga de mi parte, nada ni nadie es la solución de mis problemas. ¿Entonces? Señor, sólo el Señor. Sólo Él es quien da vida y una vida abundante. No olvidemos que Cristo es la Vida, así, con mayúscula. La salvación solo viene de un Dios que se entrega por nosotros y se deja clavar en una cruz para rescatarnos.
2. El mundo y las cosas del mundo son engañosas. ¡Cuántas decepciones cuando apartamos al Señor de nuestros intereses y nos dejamos llevar por las veleidades del mundo! La superficialidad es un mal de nuestro tiempo. No profundizamos, nos conformamos con cuatro cositas que dan el pego, prometiéndonos felicidad a la carta, para descubrir después que esas cosas, como mucho, nos mantienen entretenidos. Seamos sinceros con nosotros mismos: esa complacencia momentánea se convierte en sabor de fracaso y decepción. No nos dejemos robar la eternidad por cosas banales.
3. El Señor me muestra lo que es la vida. En un momento dado el apóstol San Pablo nos dirá: “para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir”. ¿Qué quiere decir eso? Que vivir para sí mismo es apostar por caballo perdedor: somos limitados y nunca llegaremos a encontrar la solución de nuestras ilusiones y esperanzas si no estamos anclados en el Señor. Una existencia plana, sin una proyección hacia el cielo, hacia Dios, es algo que apenas se sostiene. El hombre tiene anhelos de eternidad, pero nos empeñamos tanto en lo de aquí abajo, que nos privamos de esperanza y alegría.
Le pedimos a María, Madre de esperanza, que nos sitúe en el camino seguro: su Hijo, Jesús.