DOMINGO XXXIV T. ORDINARIO A. 2023
La Iglesia, antes de empezar el nuevo ciclo del Adviento, nos quiere poner frente a nuestro gran referente: Jesús, el Hijo de Dios vivo, Rey del Universo. El centro de nuestro existir, el que dirige la Historia, origen y meta, Alfa y Omega, por quien todo fue hecho, Juez al final de los tiempos. Ante Pilatos reconoció su identidad: “¿Tú eres Rey?” “Tú lo dices, Yo soy Rey”. ¡Qué gran verdad!
Caigamos en la cuenta de toda la trascendencia que eso tiene. “No adoréis a nadie, a nadie más que a Él”. Manifestado por el Padre, Ungido por el Espíritu Santo: “Este es mi Hijo, el Amado, escuchadle”. Hoy la Iglesia nos invita a ahondar en ello. A hacer la verdadera opción por Él. Y eso ¿en qué consiste? En reconocer el Señorío de Cristo. En ver el alcance que tiene su realeza, que le hace estar por encima de todo. Todo se ha hecho por Él y para Él. Pero ¿lo reconozco? Porque se sigue haciendo realidad la afirmación de San Juan: “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.
El hombre actual se empeña en hacer las cosas por sí mismo y busca sus ídolos para controlarlo todo. Parece como si Dios se le quedara corto, porque no termina de ajustarse a sus deseos. Acostumbrado a elegir entre unas cosas y otras, quiere también tener otras alternativas a Dios. Si soy libre, ¿por qué no puedo elegir algo que no sea Dios? Se le hace poco ese Dios que quiere revelarle su intimidad y atraerlo hacia Él, como Padre, como Redentor y Amigo, como Santificador.
Se mete en la entraña del hombre esa actitud de fondo:“a mí no me dice nadie lo que tengo que hacer”. Independientes de todo y de todos, yendo por nuestra cuenta y riesgo, sin ajustarnos a nada que pueda encadenarnos. Y esto lo podemos vivir en la teoría, convirtiéndolo en una opción de vida, en una vida sin Dios, o en la práctica, haciendo siempre lo mío, “lo que me da la gana”.
1. Una espiritualidad sin Dios. Si soy yo el centro de mi vida, no necesito a nadie que me imponga sus normas. ¿Una espiritualidad? Sí, pero a mi aire: tomo de aquí y de allá lo que creo conveniente. ¿Un Dios que viene a mí y me dice lo que tengo que hacer? Eso ya, no. Se busca en otras espiritualidades un punto de apoyo para ser uno mismo el protagonista. La nueva era, el misticismo orientalista, el yoga, esa espiritualidad de las energías positivas o negativas, ese contacto con la naturaleza a la que acabamos endiosando, fundidos con ella porque todo es dios, yo mismo soy dios. Pero ¿eso qué es? La gran tentación del enemigo: una versión del “seréis como dioses”.
2. Una espiritualidad despersonalizada. No necesito a un Dios personal o lo aparto de mí, para ser yo el origen de mi propia salvación. Los otros me importan poco o nada. Eso de volcarse con los demás que la fe cristiana propone ¿por qué tiene que ser así, si yo soy el centro? Soy yo el que aprende técnicas que me prometen el dominio sobre las cosas del mundo. Pero esa mentira acaba negando mi dignidad como persona, porque quedo absorbido por el mundo: soy como un árbol, como un río, como una piedra. Un algo más, sin más. Y Dios deja de ser importante para mí: no lo considero, me quedo anclado en mí mismo. Y los ídolos del mundo acaban engulléndome.
3. No quiero eso: quiero dejar a Dios ser Dios. Dejemos al Señor ser eso: Señor. Que salga de nosotros un anhelo unánime: queremos que Cristo reine. Seamos conscientes de eso que decimos en el Padrenuestro: “Venga a nosotros tu Reino”. Sí, ese Reino de paz y de alegría del que formamos parte, y que el Señor quiere darnos como herencia. Hay en el ambiente una apostasía silenciosa que se extiende como una mancha de aceite que desvirtúa nuestro ser más íntimo: somos hijos de Dios rescatados, salvados por Cristo en la Cruz. No nos dejemos arrastrar, hagámosle frente con nuestra correspondencia. Con una fidelidad grande y un gran desprendimiento de nosotros mismos.
No leamos las cosas en un idioma “chapurreado” que las trivializa y les quita brillantez, y les quita esa solemnidad del verso heroico.
Lejos de nosotros esa superficialidad de un mundo que no es capaz de comprender el misterio que hay detrás de todo. Busquemos el sentido profundo de las cosas, ese que se sustenta solo en Dios, que no crea problemas o preguntas sin respuesta, porque se atreve a dar soluciones ilusionantes. Pongamos al Señor como verdadero Señor de todo: “Solo Tú, Señor, solo Tú, Altísimo Jesucristo”. Y así María será Reina, Estrella que brilla en el camino.