SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR 2023
Estamos invadidos de palabras por todos sitios. Palabras que hacen ruido, palabras que van y vienen, palabras que se las lleva el viento porque son inconsistentes, no tienen peso específico, no enuncian nada porque no sostienen ideas, tan solo se pasean por un sitio y por otro, como perdidas y sin saber de dónde vienen y a dónde van. Parecería que quisieran encontrar alguien que las compre. Pero han perdido su valor, ya nadie se fía de ellas. Están devaluadas. No son capaces de convencer, porque se usan tan solo para vencer al otro, para asestarle un golpe y dejarlo herido, tendido en el suelo sin capacidad de reaccionar. Palabras que han perdido su valor, porque han hecho dejación de la verdad y no convencen a nadie: pueden decir una cosa y la contraria al tiempo.
No es algo nuevo en la tierra. En un tiempo también la arrogancia del hombre quiso alardear de poderío. Siempre el orgullo, el afán de poder. Y se quiso asaltar al cielo desde la tierra, llegar hasta lo alto para dominarlo todo. El hombre que es así en su vanidad… Pero no le sirvió para mucho. Fue Babel. Dios los confundió a unos y otros. No se pudo acordar nada, no se pudo construir sobre bases firmes de entendimiento, porque cada cual se empeñó en lo suyo. Y su lenguaje se volvió tan egoísta que solo podía expresar lo propio: digo lo mío y no me interesa nada más. ¿Por qué seremos así los hombres? ¿Por qué querremos dejar nuestra impronta a costa de prescindir de los demás?
Sin embargo, hoy la Iglesia nos recuerda otra cosa bien distinta: que el hombre no es la medida de todas las cosas, que no vale por sí mismo, que sus palabras son válidas no porque se le han ocurrido a él. Solo valen de verdad, y son lo que expresan, cuando las remite a su Creador, cuando no quiere reivindicarse más que como yo y nada más que yo. Valen cuando el hombre deja paso al que puede salvarlo de sus veleidades. Cuando acoge a Dios. Ese Dios enamorado al que no ve como enemigo, sino como el Amor de los amores. Fuera palabras vacías. Acojamos esa Palabra eterna, luz brillante que, al pronunciarla subyuga: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
1. Sí a la Palabra eterna. No a lo circunstancial y pasajero. Se nos quiere arrinconar con lo inmediato, como si todo fuera el momento y no tuviéramos memoria o no pudiéramos mirar con ilusión lo que tenemos por delante. Estamos metidos en la hermosa historia de la salvación. No nos han echado a un mundo hostil para que nos las arregláramos por nuestra cuenta. Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad. Y ese pensamiento lleno de amor nos ha traído a la vida. Tenemos un Salvador que nos rescata de nuestras fragilidades. No estamos hundidos en lo terreno, en lo que hoy es y mañana se pasa sin remedio. Somos ciudadanos del cielo. Estamos hechos para lo eterno.
2. Sí a la Palabra verdadera. No a la mentira y al engaño. Que no es así que, cuando uno dice esto o lo otro, aquello que sale de su pensamiento o de su boca, no tiene por qué ser esculpido en letras de mármol. Yo no soy el que creo la realidad. No soy el que doy la categoría a las cosas. No soy el artífice de cualquier cuestión que se me ocurra, según el momento y mi estado de ánimo. La realidad está a mi alrededor y lo mejor que puedo hacer es reconocerla. El hombre es capaz de mucho, porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, pero es grande cuando colabora con el Buen Dios, no cuando quiere ocupar su puesto. La Verdad se reconoce, no se inventa sin más.
3. Si a la Palabra que enamora. No a la seducción que traiciona. La Palabra de Dios se convierte en un amor regalado. No es un amor egoísta que busca el propio provecho, se hace don. Cuando el hombre va a lo suyo llama amor a cualquier cosa, y devalúa esa palabra hermosa que define al Señor de señores y Rey de reyes. Mirando al Niño, la Palabra hecha carne, se entiende muy bien que es algo demasiado hermoso como para mancharlo. Dios seduce enamorando. El mundo seduce esclavizando. Dios no nos traiciona cuando nos ama, porque ama a pesar de los pesares, con nuestra fragilidad, incluso cuando nos alejamos de Él por el pecado. Se hace misericordia y perdona.
Estos días son días de contemplar. De abrir los ojos. De escuchar a Dios que sabe hablar en susurros, muy al oído. Muy al corazón. Y velar los sueños del Niño Dios, que está soñando los sueños de amor de cada uno de nosotros. ¿Lo ves tan apacible y con tanta paz y no te conmueves? Aprende de María y de José que están “embobados” viendo a Jesús, acunándolo y besándolo: es el Señor.