Una mirada objetiva a lo que ocurre en el mundo nos presenta un horizonte oscuro, pesimista, como falto de esperanza. Hay tantas cosas que no van y nos dejan dolorida el alma… Sin embargo, para un hijo de Dios no hay motivo para venirse abajo, porque, como nos recuerda el apóstol San Juan, Dios nos ha amado y nos ha llamado hijos, y lo somos. Es el gran consuelo. También en la primera lectura del libro del Apocalipsis podemos ver una llamada al optimismo sobrenatural: se nos da una visión del cielo: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!» No hay que temer. Hay motivos para la esperanza: podemos confiar en Dios que ha vencido y reina soberano sobre todo..

Hoy, día de Todos los santos, nos anima a mirar al cielo. La tierra y el cielo son dos realidades que hay que integrar. La tierra es el camino, el cielo es la meta. La tierra es el tiempo de merecer, el cielo es el tiempo de gozar. Tenemos por delante la realidad cotidiana, sin que se nos olvide la realidad de lo eterno. Las dos han de alimentarse mutuamente en nuestro corazón. Los pies en el suelo, y la cabeza en el cielo. Somos viandantes, peregrinos aquí abajo, y estamos llamados a disfrutar de todo lo bueno que nos ofrece la vida, porque Dios nos da la capacidad de convertir todo lo que tocamos en preludio de cielo, nos enseña que hemos de dar a cada circunstancia que nos toca vivir, vibración de eternidad. 

Pero sin que lo que tenemos delante no nos haga olvidar nuestro destino final: somos invitados a gozar de Dios, en un para siempre sin fin. No permitas, Señor, que los afanes de este mundo ahoguen mi sed de eternidad. Que no apaguen tu luz en mí, que no me quede atrapado por las cosas de aquí abajo, porque, aunque lo prometan todo, no son capaces de saciar mi hambre y sed de Ti. Porque, aunque no lo note, mi alma está hecha para Ti, y estará inquieta, desazonada, hasta descansar en Ti. 

1. Estamos llamados a vivir en comunión. No vayamos cada uno a lo suyo, en un afán egoísta de apoyarnos en nuestros deseos y buscar la propia satisfacción a costa de lo que sea. Soy verdaderamente hombre cuando me hago capaz de vivir con los demás y a favor de los demás. Ese individualismo tremendo, ese ir cada uno a buscarse la vida por su cuenta, sin reparar en las necesidades del otro, nos hace seres solitarios, islas en un océano tempestuoso donde nos acabamos ahogando.

2. Estamos llamados a vivir para Dios. Eso es santidad. Vivir de Dios y para Dios no es negar la propia personalidad, es darle brillo mirando al hombre perfecto, Cristo, el Señor, y aprender de Él humanidad, hombría de bien y, al tiempo, con ese sentido sobrenatural que nos eleva más allá de nuestra condición terrena. Vivamos plenamente nuestra más noble identidad: no somos seres sin rumbo, somos hijos de Dios en Cristo, entregado por nosotros en la Cruz. Ahí fuimos salvados.

3. Estamos llamados a vivir en santidad. La santidad no es un ideal lejano que, en ocasiones nos deja frustrados, porque vemos nuestra incapacidad, nuestra debilidad para mirar frente a frente a Dios y entregarnos plenamente a Él. La santidad no es un algo inalcanzable y para privilegiados, es vivir con autenticidad, en plena entrega, lo que el Señor nos ha propuesto: abrirnos tan de lleno a Él, que nada nos pueda apartar de su amor. De esta forma hacemos realidad las bienaventuranzas en nosotros.

Muchas veces vivimos comparándonos con los demás, y queremos ir por delante, vivimos para afirmarnos a nosotros mismos, con el deseo de quedar por encima y tener esa sensación de victoria. ¡Qué distinto es tener la mirada puesta en Dios, vivir de Él, entregarse a Él! Eso nos hace ver a los demás no como competidores, e incluso como enemigos a los que hay que vencer. Nos hace sentirnos tan hijos de Dios que vemos a los demás como hermanos en Cristo. El otro no es para mí alguien ajeno, es querido por Dios como yo lo soy. Partiendo de aquí, puedo vivir la fraternidad con él, y puedo ver en él y él en mí, la clara imagen de Dios.

De mi entrega a Dios y a los demás dependen muchas cosas grandes.

 Le pedimos a nuestra Madre la Virgen que nos dé esa fuerza interior para, como ella, vivir la santidad de la entrega. Ella es toda santa, toda pura y nos quiere guiar en esta aventura de la santidad.