SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Hay algo que hemos de tener grabado a fuego en nuestra mente y en nuestro corazón, porque es el punto de partida de nuestro existir: Dios nos ama incondicionalmente, no nos deja de su mano y nos hace ver cuál es nuestra meta: estamos hechos para el cielo. El hombre tiene un anhelo, un deseo ardiente en su interior, aunque no se dé cuenta de ello: ver el rostro de Dios. “Tu rostro, Señor, buscaré. No me escondas tu rostro.” Salmo 26, 8-9. No lo acalles, ni lo tires por tierra.
Mira lo que nos cuenta el evangelista San Mateo, en ese pasaje crucial del Evangelio. El Señor sube un monte y se sienta. Ahora, más que nunca, es Maestro que quiere marcar las pautas por las que ha de discurrir nuestra vida, nuestro amor a Dios. Desde esa cátedra nos muestra una nueva manera de ver las cosas. Yahweh había dado a Moisés las Tablas de la ley. Era la forma de mostrar el camino al Pueblo elegido. En este momento, con la venida de Jesús, los mandamientos, está claro, no pierden su vigor, pero se quedan cortos. Marcan las líneas rojas para saber si estamos haciendo eco a Dios o nos estamos separando de Él. Son unos mínimos, unos puntos de referencia para ir dándole entidad a nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos los hombres. Sin embargo, las bienaventuranzas van mucho más allá: nos muestran un camino de plenitud. Es ir dándole cuerpo no solo al hecho de cumplir, sino dar vuelo, dar vida, a un amor que aspira a mucho más.
La clave de la vida es la confianza en el amor de Dios. Él, que nos ha amado primero, nos propone estar bien metidos en su corazón y muy llenos de su presencia, para ir paladeando ya aquí en la tierra, ese preludio de cielo. Cuando se vive así, con confianza, uno deja que su vida la conduzca el Buen Dios, y eso implica irse desprendiendo de todo lo que estorba. La plena confianza en Dios implica no tener el corazón lleno de cosas, es estar desprendidos, no apoyarse en falsas seguridades. A partir de aquí, sé de dónde vengo y a dónde voy. Me hago cargo de lo que constituye mi vida:
1. Dios es mi Padre Bueno del cielo. Él nos ha mandado a su Hijo querido para salvarnos de todo lo negativo con su amor entregado hasta dejarse clavar en una Cruz. Por eso estoy tranquilo.
2. Dios me va marcando el camino. Él, si le dejamos, nos acompaña en esa aventura de amor, de alegría y de paz. No nos va a dejar a nuestra suerte. Contamos con su ayuda incondicional.
3. La victoria está a mi alcance. No se trata tanto de lo que yo hago, sino de lo que le dejo hacer en mí y a través de mí. Pero esa victoria es suya, no mía. La ha conseguido para mí, su hijo.
Las bienaventuranzas trazan ese camino. Y esto ¿qué es para el mundo? Algo escandaloso. No está para eso. Es un jaque mate a todas las veleidades de quienes quieren vivir al margen de Dios.
En su evangelio San Mateo nos transmite nueve bienaventuranzas. Y ¿qué son? Itinerarios de amor. Nos garantizan ese anticipo de cielo, gozo eterno que ya podemos empezar a saborear aquí.
Pobreza de espíritu. Dios nos quiere desprendidos, sin apegos. Nuestro tesoro es Él. El corazón del hombre está llamado a cosas grandes. El Señor nos enseña algo insólito: que servir es reinar.
Mansedumbre. Dios nos quiere serenos. Vamos muy rápido y acabamos crispados, saltando con nada. Ser mansos es fortaleza. No dejes que las cosas te quiten la paz. Dios da sosiego interior.
Sufrimiento. A veces nos escandaliza, pero no es nuestro principal enemigo. Nacemos llorando para llenar los pulmones de aire y poder respirar. Amar y sufrir van de la mano. Semilla de lo eterno.
Justicia de Dios. Queremos que todo se ajuste a las reglas, pero nos falta paciencia y acabamos siendo justicieros. Somos duros, y eso implica ira, enfados. Dejemos el juicio a Dios. Él es justo juez.
Misericordia. Miremos con comprensión y generosidad a los que hacen mal.
Limpieza de corazón. No tengamos un corazón encadenado a los placeres y yendo a lo suyo.
Paz. La verdadera paz no es la del consenso sino de albergar a Dios en nuestro interior…
Obremos según Dios, sin complejos. Dispuestos a dar testimonio, incluso martirial si el Señor nos lo pide, tanto de palabra como de obra. María es bienaventurada, porque se ha abierto totalmente a Dios, que ha hecho cosas grandes en ella. Digámosle que nos muestre el camino.