Homilía D. Alfonso

DOMINGO V T. CUARESMA A. 2023

El Señor sabe decir las cosas como nadie, y su Palabra es eficaz, como espada de doble filo que mueve a la acción y abre caminos de esperanza, de amor. Jesús que tiene el señorío, el poder, ante el cual toda rodilla se dobla, que hace milagros que sanan a los enfermos, traen a la vida a los difuntos, manda y la naturaleza le obedece… Jesús, Dios y hombre verdadero, revela el hombre al propio hombre. Es maestro de humanidad. Cada detalle de su conducta, de su modo de ser y de hacer nos manifiesta al hombre perfecto: punto de referencia para vivir en plenitud, según Él vive.

Y aprendemos de Él quizá lo más importante: a querer. Sabe amar, dar paz y alegría a todos. Nos llama amigos, pero no con palabras bonitas que ilusionan, va más allá: da la vida por nosotros. Se entrega, enamorado del hombre, de todos y cada uno, dejándose clavar en un madero. Así nos redime, así nos salva de nuestras lacras más profundas: el pecado, la enfermedad, el dolor, la misma muerte. Es también vida que mueve a vivir: ha santificado toda circunstancia en lo humano: el trabajo, la amistad, la cercanía con todos que encandila y da esperanza. Nos da esa vida que saca de la postración, del dolor, de la enfermedad, de la tristeza de una frustración, de la vida ensombrecida por la muerte. Vivir en Él merece la pena, y nos da las pistas para ello: mansedumbre y humildad.

Jesús que se cansa y sabe descansar con sus íntimos: en Betania, bien a gusto y tranquilo con una familia, tres hermanos a los que quiere de verdad, Lázaro, Marta y María. No juega a ser hombre, vive en plenitud su humanidad. Y suceden cosas: enferma Lázaro y se duele de ello, aunque espera un tiempo. Los tiempos de Dios y los tiempos de los hombres no van a la par. Pueden acelerarse, y lo que creíamos que tendría su recorrido, el Señor lo acelera y lo soluciona en un abrir y cerrar de ojos. Otras veces, todo va más lento, y lo que nos hubiera gustado que se resolviera en nada, sucede con tanta calma que nos pone nerviosos. Dejemos que Dios sea el que ponga su ritmo. Veamos:

1. Hay problemas que se enconan. El pecado, no lo pasemos por alto, causa estragos en el alma. Cuidamos mucho la salud de nuestro cuerpo, pero descuidamos bastante la salud, la salvación, de nuestra alma. Nos va bien, tenemos todo a pedir de boca, hacemos lo que queremos y parece que todo marcha, pero no nos damos cuenta de que nuestro interior se va deteriorando porque no le prestamos atención a Dios y a los demás: estamos tan pendientes de nosotros mismos que no nos interesa otra cosa. El pecado se va instalando y una atmósfera enrarecida se adueña de todo y vemos que lo que en un principio parecía nada, se convierte en amargura y desazón, porque hemos acabado desalojando a Dios de nuestro interior. Y hay una oscuridad y un desasosiego que nos turba.

2. La respuesta de la fe. Es verdad que nuestras actitudes ante unas situaciones límite pueden ser de distinto tono: en ocasiones nos movemos mucho, tratamos de encontrar respuestas, soluciones, otras veces quizá nos sentimos abatidos y no terminamos de saber reaccionar. Sin embargo, Dios no dejará de salir a nuestro encuentro. Tengamos la confianza de presentarle todo eso que nos turba, para que Él nos dé la auténtica respuesta. Y eso implica una fe que lleva a abandonarnos en Él, que sabe cómo colocar las cosas en su sitio. Si Dios nos ama, y nos ama, sabrá hacer las cosas y colocarlas de tal manera que saldrá de Él siempre lo mejor. Si confiamos solamente en nosotros mismos, acabaremos decepcionados, o miedosos. Con Él no. Tengamos confianza plena.

3. Un Dios que sabe llorar. Es impresionante cómo describe el apóstol San Juan los gestos de Jesús ante el sepulcro de su amigo. No deja que la turbación por su muerte, ni la euforia por la resurrección que con la que va a obrar, sea lo que domine el momento. Lo que nos muestra, ante todo y sobre todo, es su amor.

Dios nos ama de una manera tan impresionante que se salta todas las convenciones que puede haber: se va abriendo paso para hacer ver a sus amigos, a esos que eran para Él su descanso, el gozo de estar entre los suyos, que lo importante es ese efecto transformador de un amor que no es negociable. Y su humanidad santísima brilla en las lágrimas. Creemos en un Dios que ama sin hacer comedia, que sabe llorar, que tiene Corazón y un Corazón grande, grande.

Miramos ahora a María, Madre, que acoge y da luz al Salvador. Que sabe protegernos con su manto y nos recuerda que nuestra fe no es de grandes teorías, es de corazones enamorados.

Santa Misa. V Domingo de Cuaresma. Ciclo A