VI DOMINGO T. PASCUA B. 2024
“Permaneced en mi amor”. Que palabra tan profunda y hoy tan devaluada. Llamamos amor a cualquier cosa, y hemos de reivindicar su sentido pleno: “no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. El mundo nos da únicamente sucedáneos que duran una nada y después dejan amargor. El amor verdadero es el que nos mete en la intimidad con Dios. Un amor que sale de su Corazón ardiente y, si lo acogemos, será fuente que nos hará saltar hasta la vida eterna.
¡Dios mío, no permitas que vayamos a nuestro aire, haznos participar de esa corriente de agua viva, danos esa visión sobrenatural que nos haga ensanchar nuestro corazón! De ahí nacerá la alegría verdadera, la paz auténtica: de la unión con Dios y con nuestros hermanos los hombres.
Quizás en algunos momentos nos podemos preguntar: ¿por qué hay esa animadversión a los que tratamos de vivir nuestra fe? ¿por qué ese afán por ridiculizarnos, o tratarnos como si fuéramos hombres de las cavernas, oscurantistas? No nos puede extrañar esa actitud: que el mundo ningunee a los que creen en Dios y en su Palabra, porque si somos coherentes con nuestra fe, aun sin decir nada, nuestras obras ponen en evidencia las obras malas, las mentiras de un mundo alejado de Dios.
Sí, hay un mundo perverso con amores del tres al cuarto. No le hagamos eco. Y, al tiempo, con valentía, vamos a meternos en él para transformarlo. Ser del mundo sin ser mundanos. ¿Con quién tenemos que lidiar como instigador de todo lo malo? Con nuestra propia debilidad que nos tira hacia abajo, pero también con el diablo que es el mentiroso. Jesús ha pedido al Padre que nos libere de esa opresión, de quedar atrapados en las sugestiones de todo lo que quiere apartarnos de Dios, y nos vende hojalata como oro. ¿Qué es lo que nos va a encaminar por caminos de paz y de alegría? La verdad. La verdad escuece a los que mienten, quieren taparla para su beneficio y pretenden manipularla y quedar por encima de los demás. La gran tentación es entrar en ese juego. Dios nos libre de utilizar esas armas del enemigo. Lejos de nosotros, Señor. Amor y Verdad son dos palabras que definen a Dios. Escuchemos su voz. Mil mentiras juntas no pueden construir una sola verdad.
1. Debemos amarnos los unos a los otros. Un gran santo, lleno de paternidad, decía a sus hijos: “que os queráis, que no seáis unos desconocidos los unos para los otros”. En una sociedad en que hay, a veces, tanta lejanía entre las personas, incluso bajo el mismo techo, hemos de fomentar ese interés, ese cariño, esa ayuda mutua. En ocasiones estamos más pendientes de las pantallas que de las personas. Eso nos hace impersonales, desconocidos. Y crea un espíritu de sospecha como si el otro tuviera que demostrar que no es nuestro enemigo. Tantas envidias, tantas comparaciones que abren grietas entre los cercanos, con los amigos… No lo permitamos. El secreto es querernos.
2. Descubramos lo íntimo de Dios. Hagamos una profunda confesión de fe en Dios, Uno y Trino. Sin miedo. Lo que hay entre las tres divinas personas es una comunión que nos enriquece. Padre, Hijo y Espíritu Santo: amor en su intimidad de personas y, al tiempo, amor en su apertura al hombre, la más grande de sus criaturas. El pecado original nos dejó desnudos del amor auténtico y heridos en el alma. Pero el Padre no abandonó al hombre a su suerte: le prometió un Salvador que, obediente al Padre, vino al mundo para sacarnos de esa postración del pecado, del sufrimiento, de la muerte. Y nos amó hasta el fin: redimidos por Cristo en la Cruz. Sigamos ese camino de obediencia.
3. No somos siervos, somos amigos. La obediencia al Padre no es algo que nos haga serviles, nos hace estar muy unidos a Él: los mandamientos son camino de amor porque van subrayando en nosotros lo que somos: hijos y amigos de Dios. Y de eso nos ha convencido el Espíritu Santo, que es Señor y Dador de vida. Démosle paso en nuestro existir cotidiano. Quiere llenarnos de sus dones, pero hemos de abrirle la puerta para que nos habite. No olvidemos que somos templos de Dios: si estamos limpios de pecado, en comunión gozosa con Dios, somos capaces de acoger la vida divina en nosotros. Y se abrirá nuestro entendimiento y nuestro corazón para captar las maravillas de Dios.
Digámosle a Nuestra Madre del cielo que nos levante el velo para ver ese momento en que el arcángel San Gabriel, le mostró su vocación. Y pidámosle, como ella, abrir las entrañas al Amor.