DOMINGO V T. CUARESMA B. 2024
A veces no nos damos cuenta de la hondura que tienen los salmos. En la Santa Misa, después de la primera lectura, es quizás un momento de reposo, donde vemos que se da voz al alma. Los salmos son un elevar el corazón a Dios para mostrarle lo que el hombre lleva dentro. Y dentro de nuestro corazón hay tantas cosas: sentimientos de alegría, de abandono, de tristeza, de frustración, de lamento, de consuelo… Hoy hemos repetido: “¡oh, Dios, crea en mí un corazón puro”. Porque… quizá lo tenemos maleado. El corazón no puede ser para nosotros una especie de tirano que nos impone sus criterios, sino un lugar donde habite Dios. Nuestro corazón en el suyo. Latiendo a su ritmo aprendemos a amar.
“Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu generoso”. Es un recordatorio para darnos cuenta de que la salvación no nos la procuramos nosotros, la recibimos del Señor que va por delante, que sabe lo que necesitamos y nos quiere dar lo que verdaderamente nos construye.
Sin embargo, el hombre parece que no necesitara nada de eso. ¿Salvarme? ¿de qué? Nos miramos por dentro y nos volvemos arrogantes: creemos que con nuestras capacidades ya tenemos bastante. Y no es así. Nuestra mirada es de corto alcance, apoyados en nuestras seguridades humanas, en nuestra supuesta valía, en lo logrado, todo a base de nuestro esfuerzo, dominando lo que se presenta al paso… Si creo que la salvación no la necesito, y me apoyo solo en mí mismo, me llenaré de ese egoísmo, de esa soberbia de sentirme por encima de los otros, y eso es una gran mentira, es como estar ahogándose y tirar con fuerza del pelo, para mantenernos a flote. Solo con mi yo no tengo nada que hacer: más tarde o más temprano me encontraré con mi debilidad y un resfriado mal curado tirará por tierra mis planes.
Los ángeles, cuando el Señor viene a la tierra, anuncian con alegría al que nos salvará: “Os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor”. El encargo del Padre al Hijo es ese: el Verbo de Dios se hace carne para salvarme a mí, y a todos. Cristo vivo que muere por mí. No hay otro nombre que nos pueda salvar. Lo recuerda Pablo: ante su nombre toda rodilla se dobla, en el cielo, en la tierra y en el abismo.
1. ¿Enamorados del mundo? Bajo apariencia de seguridad, hay una gran falta de afecto, un cariño que se anhela y no se encuentra: la sociedad se siente tan huérfana que asusta. Sin puntos de referencia, da la impresión de que nadie quiere a nadie. Solos, sin saber por dónde tirar. Sometidos a nuestros fantasmas interiores. El refugio que nos vende el mundo es diversión para olvidar. Pero después de la agitación de un fin de semana, ¿qué queda? Como mucho una resaca. Sí, necesitamos de salvación, ser salvados de la mentira, de creer que yo me basto y me sobro para todo. Somos mendigos de sentido.
2. Tengamos visión sobrenatural. A poco que miremos a nuestro alrededor vemos cómo aumenta el número de los desesperanzados, de los que se quitan la vida, o la tiran por la borda sin encontrarle sentido. Vemos la soledad de los que no se sienten queridos. Rechazamos de plano el sufrimiento y la obediencia, sin darnos cuenta de que, sólo afrontándolos, agarrados a Dios, nos hacen madurar, y crecer en el amor a Dios y a los demás. El mundo intenta engañarnos entreteniéndonos en lo que no vale nada. Atrapados en lo que narcotiza el alma, ensimismados y sin poder reaccionar. Señor, ven, llénanos de Ti.
3. El mundo nos roba la eternidad. La sociedad actual solo nos transmite superficialidades: todo plano y sin relieve. Vivimos en un sin vivir, porque el mundo nos fagocita. Sin darnos cuenta de que piensan por nosotros, imponiendo ideologías que seducen, paraísos de papel que se nos caen encima. Hoy la catequesis la ofrecen las series, queremos ver la intimidad de unos y otros, para no reparar que hemos de cuidar el alma. Nos tragamos todo ese veneno. Deseos cortos y sin esperanza futura. Demos paso y fuerza al Evangelio: que venza la buena noticia de una vida llena de ese amor que Dios nos trae.
Dejemos que Dios transforme nuestro corazón y arraigue muy dentro de él, como grano de trigo que fecunda la tierra. Estamos en una guerra de amor donde hay una única opción: el amor a uno mismo o decir no al mundo para no acabar secuestrados por él. María Santísima es signo de esperanza cierta.