¿Casarse implica cansarse? No. Es saber descubrir que se puede amar más y mejor, pero… “mojándose”. Pasan los años y ve uno que todo cuesta más, que aparece el desánimo o el aburrimiento, que se pierde la chispa, que lo que ilusionaba al principio ahora resulta indiferente o tedioso. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos está pasando? A veces se puede pensar que las cosas se irán arreglando por sí mismas o, lo que es peor, que ya no tienen arreglo y ya solo cabe la resignación o desbaratarlo todo. Pero no es así. Siempre se puede aunque no se pueda. Dios está empeñado.
¡Déjale a Dios obrar en cada uno y en los dos! Es el camino: Dios en medio. Sabemos que tocar determinada tecla lleva a esa tensión que se masca. Entonces ¿por qué ese empeño en tocarla, en decir eso que molesta siempre, en esos silencios cómplices que cortan el aire…? ¡Cuántas veces los reproches llueven sobre mojado, se saca a relucir lo que en otro momento hirió, se pone sobre la mesa lo que parecía haberse zanjado y, otra vez a revivirlo, convirtiéndolo en un rencor tóxico!
Dios ha querido que, algo que existió desde la creación del hombre y la mujer, antes incluso del pecado de nuestros primeros padres, tenga ese resello divino y lo constituyó como sacramento. Pero con Dios muy dentro de esa unión, que es reflejo de la unión intimísima de la Trinidad.
1. Un matrimonio ha de ser a tres: el hombre, la mujer y Cristo en medio. Si no, todo se vuelve demasiado “humano” y poco “divino”. Habrá que supeditar todo al señorío de Cristo. La decisión que se tomó en el tiempo es algo más que un deseo que, al pasar los años, se va diluyendo: tiene sus raíces, su fundamento en Dios y, por eso, tiene proyección de eternidad. Somos de Dios y nuestra meta es Dios. No lo olvidemos. Lo que le da cuerpo al sacramento no es el sentimiento o el entusiasmo, es algo mucho más grande: si estamos cimentados en Cristo, cuando acabe ese entusiasmo, siempre se podrá volver a la raíz, a la roca sobre la que se asienta un amor que no es de quita y pon, o según las circunstancias. Es la dinámica de salvar la propia vida entregándola.
2. El matrimonio es el fundamento de la familia. Y la familia es fundamento de la persona. Se aprende a ser persona, hombre, mujer, en la familia. Si nuestro objetivo en la familia es que no haya conflictos, si nos conformamos solo con que haya tranquilidad, acabaremos devaluándola y todo quedará difuso. ¿Por qué? Porque no daremos paso a un amor verdadero que se fragua en la lucha y en el empeño por sacar lo mejor de cada uno para aportarlo de una forma generosa, y que todos se beneficien. El matrimonio no sale adelante por el consenso, por ese acuerdo de respetar una serie de reglas que los dos se comprometen a cumplir, el matrimonio es, antes que nada, donación mutua, de tal manera que el aire que le dé al otro me molesta. Quererse es darse.
3. En el matrimonio quererse es comprenderse. Ponerse en el lugar del otro, sin juzgarlo, poniendo el alma en captar lo que el otro lleva dentro, dando esa ayuda mutua que construye el bien común. El amor no es algo romántico que ha de encajar en el esquema previo que cada uno se ha planteado. El amor verdadero lo que más busca, y ve como absolutamente irrenunciable, es el bien del otro. Es más, yo solo soy feliz si veo al otro feliz y contribuyo a su felicidad. No basta con no crear mal ambiente y con eso me quedo tranquilo… Es, más bien, una apuesta por la entrega, por el servicio, por la donación en cuerpo y alma. El olvido de uno mismo no es anulación de la persona, es regalarse al otro y recibir al otro como el gran regalo. Porque hay más dicha en dar que en recibir.
4. El matrimonio no es ser bueno cada uno por su cuenta. Consiste en construir entre los dos. A veces, incluso sin querer, uno y otro se engañan porque lo que se busca, en el fondo, no es para bien común de los dos, sino para proyectar lo que uno previamente tenía en la cabeza. No es imponer los propios criterios y que el otro se apunte. Es aprender a construir y compartir la vida de ambos.
Si hay poca escucha y mucha propuesta personal, hay poca búsqueda en común. ¿Qué hacer? Redescubrir que merece la pena apostar por el amor aunque haya perdido fuelle, no dar nada por supuesto, empezar de nuevo cada día. ¿No hicieron eso María y José? La vida tampoco fue fácil para ellos: pasaron muchas dificultades. Pero, tenían a Jesús y construyeron familia. Hazlo tú.