DOMINGO VI T. PASCUA A. 2023
Contemos un cuentecillo. Hubo un emperador que quiso hacerse un traje nuevo para una celebración especial. Y convocó a los sastres que podían hacerlo mejor. Se coló entre ellos un pillo que quiso sacar partido de la situación. Tras presentar las telas unos y otros, el pillo con gran poder de convicción mostró un “paño especial y único”: una tela que solo podía ver la gente lista y despierta. Abrió un baúl y desplegó, supuestamente, ese paño prodigioso. Todos, perplejos por no ver nada y quedar como bobos, alabaron la calidad de la tela y, unánimemente, se encargó al pillo el traje del emperador. El día señalado, el pillo subió a las estancias reales y vistió al soberano. Todos alabaron lo refinado del traje y lo bien que le sentaba. Subió a su caballo y paseó por su reino sin que nadie dijera nada. Pero un niño dijo a su madre: “mira mamá el emperador va desnudo”.
¡Qué difícil es hoy decir la verdad y aceptarla! No interesa. Con tal de no desentonar, de no significarnos, hemos hecho una especie de mercadeo con lo que antes eran principios y, con esa sencilla actitud, se acaba dando el sí a cosas que a todos parecían descabelladas hace unos años.
La Historia de la Iglesia está llena de mártires, que han ido contracorriente defendiendo su fe, porque, a veces, el silencio es culpable en un mundo de confusión. Alguien tiene que llamar al pan pan y al vino vino, lo políticamente correcto acaba haciéndonos ciudadanos dóciles y sujetos a las imposiciones de los que alzan más la voz, porque no tienen otros argumentos. La verdad no podemos ocultarla, porque si no, las medias verdades y las mentiras serán protagonistas de una vida que parece que son los otros los que quieren vivirla por nosotros, imponiéndola. Hemos de aprender a hablar y decir que no, para no tragarnos todo sin más, porque sería ningunear a Cristo Salvador.
Hoy el Señor en el Evangelio nos llama a eso: nos invita a amar, de verdad y a fondo, nos invita a seguir ese sentido común que distingue el bien del mal y no deja que una cosa y su contraria se acepten sin pestañear. Acoger el amor de Dios y darlo es la muestra más palpable de que sabemos de donde venimos y a donde vamos. De luchar por hacer lo bueno y apartar de nosotros lo malo.
1. No amemos de boquilla. Los hechos han de ser más elocuentes que nuestras palabras. Hay unos mínimos: los mandamientos. No son una meta, sino un punto de partida que dispone el alma para empresas grandes. Ellos son los que pueden levantar un edificio de amor espléndido. Los mandamientos tienen, así de entrada, mala prensa. A la gente no le gusta que le digan las cosas claras, que les pongan señales de tráfico en el camino, prefieren ir a su aire, según los propios intereses y que cada cual se busque lo suyo. ¿Qué haríamos entonces? ¿Legislar tantas leyes como personas, para dar cabida a todos los caprichos y maneras de pensar de cada uno? Empresa vana.
2. No estamos solos. el Espíritu Santo nos abre caminos. San Juan lo llama el Espíritu de la verdad. Donde hay verdad, allí está el Señor y nos podemos mover con absoluta libertad. Donde hay mentira, se borran los puntos de referencia y todo se vuelve arbitrario. Todo da igual y lo mismo. Y no es así, porque una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Es curioso cómo hacemos enmudecer la verdad porque estamos acomplejados de hablar de Dios, de decir que vamos a misa los domingos, o que consideramos a la Iglesia como Madre y Maestra. Por eso Jesús nos promete un Paráclito, es decir, un abogado, un intercesor, un consolador, que quite los miedos y nos respalde
3. No os dejaré huérfanos. No somos islas perdidas en un océano sin límites, tenemos un Padre: Dios, que nos ama incondicionalmente y no nos deja abandonados a nuestra suerte. Hay mucha orfandad en nuestro mundo, mendigamos cariño, pero no todos los abrazos son acogedores. La soledad hace que busquemos la aprobación donde nos pueden usar y manipular a su gusto, diciéndonos lo que queremos escuchar. Hay promesas de todo tipo que, como poco, acaban decepcionando. Dios no. El amor verdadero, que viene de Dios no desilusiona porque Dios va por delante. Él nos ama primero y nos regala el camino de esa felicidad que otros prometen y no dan.
Miramos a Nuestra Madre la Virgen, la celebrábamos como Virgen de Fátima y ¿qué nos pide? Que no entristezcamos a Dios, que sigamos sus pasos, para que nos dé la verdadera vida.