VI DOMINGO T. ORDINARIO B. 2024
Cuando una persona tiene una intolerancia, o alergia a determinados alimentos, no hay más remedio que poner mucho cuidado para no tomar aquello que puede alterar el organismo, revisar los ingredientes de lo que se come para evitar lo que puede hacer daño. Y eso sin discusión, porque la salud es algo fundamental. Pero no olvidemos que somos cuerpo y alma. Si ponemos ese interés en no tratar mal a nuestro cuerpo para que el dolor, la enfermedad no hagan mella en él y para vivir la vida en las mejores condiciones posibles, ¿por qué no ponemos ese mismo interés para que nuestra alma no enferme? Porque hay cosas que la hieren y mucho. Cuidemos nuestra alma.
La lepra es una imagen muy gráfica que nos recuerda esto: una enfermedad que deteriora el cuerpo hasta hacerlo repugnante. Pero no olvidemos que el pecado es la lepra del alma y, aunque quizá no lo veamos de forma palpable, desfigura nuestra dignidad, como hijos de Dios. Y nos deja heridos de muerte e insensibles para esa vida de amor auténtico, entregado a Dios y a los demás.
Por tanto, nuestro gran enemigo: el pecado. Aunque se venda como algo divertido y simpático, algo para pasarlo bien y allá penas, nos engaña con esa idea falsa de una libertad que nos esclaviza.
1. Redescubramos la imagen de Dios. Dios no está detrás de nosotros para fiscalizarnos, o señalarnos con su dedo acusador. No es el que fastidia nuestros deseos obligándonos a hacer cosas que no nos gustan. Dios no nos impone unos mandamientos que se le ocurrieron por aburrimiento. Todas esto es, en definitiva, un invento del diablo que nos lo quiere vender como el que roba nuestra libertad. Eso es una absoluta mentira. No entremos en su juego. Dios es el que nos ha llamado a la vida, ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ama. Y lo hace con un amor de Padre lleno de ternura. Con un amor de amigo que muere en la cruz para salvarnos. Con un amor de esposo que nos llena de luz y fortaleza para afrontar las dificultades de la vida. Nos ama con todos los matices y delicadezas que podríamos pensar. Y quiere de nosotros que ese amor suyo sea correspondido. No por Él, sino por nosotros. Solo desde ese amor que se acoge y se entrega podremos ser felices.
2. El pecado desdibuja todo y lo claro lo vuelve confuso. Lo hemos repetido en alguna ocasión, pero no podemos olvidarlo: el pecado no es un simple fallo “técnico”. Es la negación de Dios. Es cerrarse al amor: echar a Dios de nuestra alma. En nuestro interior no pueden convivir juntos Dios y el pecado: es como el agua y el aceite. ¡Señor, que no prefiera mis compensaciones humanas a tenerte muy dentro, como Dulce Huésped del alma! El diablo hace bien su trabajo: nos tienta para separarnos de Dios y luego, después de dejar esa herida en el alma, nos desanima acusándonos de lo mal que lo hemos hecho. El pecado nubla la mente y embota el corazón, le quita la capacidad de amar, sembrando tristeza. Si caemos en él y no reaccionamos pronto, acabamos por acostumbrarnos y quedamos como perdidos en ese laberinto. Nos atonta, vendiéndonos como oro lo que es hojalata, y nos hace estar cómodos con esa aparente libertad que, aunque no lo creamos, es una esclavitud.
3. ¿Se puede sanar esa lepra del alma? Claro que sí. El Señor, que es médico del cuerpo y del alma, nunca nos dejará solos. Quiere salir a nuestro encuentro para darnos vida y vida abundante. Vivamos de cara a Dios. No nos fiemos de lo que nos quiere vender el mundo: que vivir de cara a Dios es una pesadez, que nos quita iniciativa y nos deja como alelados. No es verdad. Dios es el que da verdadero color y luz a nuestra existencia y hace nuevas todas las cosas. Y eso ¿cómo? Con vida interior, con oración, con la compañía de Cristo que no nos dejará a nuestra suerte, con esa lucha de amor para dar paso a las virtudes y echar fuera de nosotros los defectos y pecados… El Buen Dios nos dará su gracia, ese impulso que llega a través de la oración y los sacramentos. Ese es el verdadero tesoro que nos hace libres, la verdadera libertad de hacer el bien y alejar el mal.
Déjale a Dios obrar en ti. No te quita nada y te lo da todo. Te hace fuerte e impulsará tu alma para la verdad y la alegría.
Es cierto que, muchas más veces de las que quisiéramos, nos dejaremos llevar por la debilidad, por ese afán de hacer lo que nos da la gana, caiga quien caiga. Y caeremos. Pero no es más santo el que no cae nunca, sino el que se levanta siempre. Y la mano de María te garantiza que te sostendrá.