ASCENSIÓN DEL SEÑOR C. 2022
Con la Ascensión acaba, aquí en la tierra, la misión que encargó el Padre a su Hijo Amado. Al llegar la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se encarnó como uno más entre nosotros y, a través de su ser hombre, fue abriendo camino a nuestra humanidad. Su pasar haciendo el bien y proclamando la buena noticia, le llevó a la Cruz, para salvarnos de todas nuestras lacras: el pecado, el sufrimiento, la enfermedad, la misma muerte. Mostrando su señorío sobre todo lo creado. Tú eres nuestro Salvador.
Hemos ido recorriendo ese itinerario, siguiendo muy de cerca a Jesús, pero ahora es el momento del relevo, de seguir nosotros sus pasos, no solo sosteniendo su recuerdo, sino haciéndolo vida.
Miramos demasiado hacia abajo y nos hemos de acostumbrar a mirar más hacia arriba. No para ensimismarnos y huir de la realidad. Tampoco para refugiarnos ante las ingratitudes a las que nos tiene acostumbrado el mundo. Sino para algo más importante: descansar en Dios, Señor de cielos y tierra. Sí, para que la esperanza no se nos arrugue y acabe tirada a la papelera. Sí, para saber dónde tenemos nuestra patria definitiva, para gozar de Dios en un para siempre lleno de novedad y de alegría constante.
Lo mundano atrae, y quizá miramos hacia abajo con cierta avaricia, como queriéndonos quedar con todo, para exprimirlo en nuestro provecho hasta la última gota. O miramos hacia a la tierra, cabizbajos y cariacontecidos, porque vemos que las cosas no funcionan y nos llenamos de desaliento, como si no quedara otra que resignarse con ir tirando. No es así. La Ascensión del Señor es un reto para tener los pies en la tierra, y ser sobrenaturalmente realistas: nuestra cabeza en el cielo. Somos hijos de Dios queridos con toda la esperanza por estrenar. No nos dejemos robar el cielo, quieren volverlo un ideal para los niños buenos, porque con algo hay que entretenerlos para mantenerlos en ese limbo de no enterarnos de nada. No nos dejemos robar la eternidad, porque eso nos hace quedarnos en una vida plana donde no hay nada que, verdaderamente, merezca la pena, porque todo pasa.
1. No nos hemos quedado huérfanos. Quizá los apóstoles pensaron en un primer momento que ya nada sería igual, que qué iban a hacer solos… La tentación de la soledad. Entonces y ahora, estamos solos sin estarlo. El Hijo de Dios asciende al cielo, pero estando allá arriba no deja de estar aquí abajo. Se va, pero se queda en la Eucaristía desde donde nos atrae para darnos el alimento de vida. Hemos de tomar conciencia de ello: Nuestro Señor Jesucristo vela por nosotros sentado a la derecha del Padre.
2. Somos destinatarios de las promesas de Dios. No hemos sido dejados aquí abajo, en la tierra, a lo que salga, a llevar a término nuestras ocurrencias. Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y tiene designios de amor para todos y cada uno. Es curioso cómo en dos de las lecturas de la misa de hoy, se nos habla de la promesa del Padre. ¿Qué promesa es esa? el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, Consolador, Abogado, que nos enseña todas las cosas para darles hondura y sabor divino.
3. Somos testigos del señorío de Dios. No nos desentendamos de esa gran noticia. Jesús es ya Rey de Reyes y Señor de señores. En Él está el poder y la gloria. Pero somos nosotros los que hemos de llevar hasta los confines de la tierra esa verdad que salva: la oscuridad de un mundo en tinieblas ha de dar paso a la luz de Dios que sale a nuestro encuentro. Es ahora nuestro momento para llenar el mundo de alegría, de paz, de luz. Nadie salva más que el Señor. Nos toca a nosotros vivirlo y enseñar a vivirlo.
Cuando nos paramos a pensar para qué estoy aquí en la tierra, cuál es el sentido de mi vida…, no podemos caer ni en la idea de que somos nosotros los salvadores de nada ni de nadie, porque no es así. Aunque nos creamos algo y pensemos orgullosos lo que hemos conseguido por nosotros mismos y que la vida nos sonríe, no podemos olvidar que tenemos los pies de barro.
Ese convencimiento de nuestra debilidad tampoco nos ha de llevar al desánimo, todo lo contrario: “todo lo puedo en aquel que me conforta”. De la mano de Dios, que nos ama y no nos deja, y amparados en María, que intercede por nosotros ante su Hijo, somos capaces de todo. Dios no nos dejará, hagamos su obra en el mundo.