DOMINGO VII T. ORDINARIO A. 2023

Una persona decía en una ocasión que cuando veía en la Biblia o escuchaba que hay que ser santo, se le caía el alma a los pies y se decía a sí mismo: pero ¿dónde voy yo con esto si es como subir al monte Everest descalzo? A veces podemos estar crecidos y sacar nuestra peana plegable, e intentar subirnos a ella, porque consideramos que nadie puede tosernos, pero si lo analizamos con seriedad vemos que eso resultaría un poco ridículo. Porque somos como somos. Siendo sinceros de verdad podemos concluir que no damos para mucho. ¿La santidad? demasiado difícil o imposible.

Muy bien, pero lo que es imposible para nosotros es posible para Dios. Y es su deseo. Pero ¿cómo lo llevaremos a cabo? Porque en teoría, sabemos lo que tenemos que hacer, pero no terminamos de concretarlo. Alguien diría: Sé a dónde quiero ir, pero me pierdo. Voy dando vueltas y acabo en el mismo sitio de partida. El secreto está, no lo dudemos, en abandonarse en Dios. 

La santidad no es un logro humano, es un querer de Dios. Y hemos de “facilitarle las cosas”. Miguel Ángel decía que veía la escultura en el bloque de mármol y que solo tenía que sacarla quitándole lo que sobraba. Eso, a fin de cuentas, quiere hacer el Señor en nosotros. ¿Y nosotros? A abrirle de par en par el corazón para convertirnos en tierra fértil donde vaya fructificando todo lo que Dios va sembrando en ella. ¿Se trata de amar a Dios? Claro, pero también de aprender de Él a amar al prójimo como a nosotros mismos, porque todos somos hechura de Dios, hijos y hermanos.

Dejarnos llevar por Él y no errar el rumbo. Cuando un barco sale de puerto, es esencial que no se desvíe ni un poco de la ruta trazada, porque un error al principio puede llevarnos a Río de Janeiro cuando la meta era New York. ¿Entonces? ¿En qué está nuestro fallo? En que queremos hacerlo todo nosotros solos. Si nos apartamos de Dios, aunque sea un poquito, y vamos a lo nuestro, sin exagerar, pero a lo nuestro, estamos abocados a la decepción o el fracaso. Sin embargo, si se lo entregamos a Él, tenemos la seguridad de que no solo estará en buenas manos, sino que llevamos camino de hacer cosas grandes, porque Dios estará detrás. Y eso se convertirá en santidad.

1. Somos templos de Dios. Y los ángeles se arrodillarán a nuestro paso. Ya… Suena atractivo, pero es como hacer un brindis al sol. ¿Qué hago de mi cuerpo? No lo convirtamos en un ídolo que veneramos según nuestro gusto. Es evidente que hay que cuidar la salud, pero tener un cuerpo no es como quien tiene un piso en Madrid, una propiedad que me da derecho a hacer y deshacer, porque soy su dueño. No nos equivoquemos: somos cuerpo y alma, una unidad que nos configura como personas y como hijos de Dios. Somos administradores de algo que es valosísimo: nuestra propia vida, que es suya. Quiero dejar que Cristo habite en mí, que pueda pasearse por mi alma.

2. La verdadera sabiduría. Si no tenemos nuestro corazón esclavizado y se lo entregamos a Dios, cuando lo desalojamos de trastos viejos y muebles que no sirven para nada y ocupan sitio, Dios podrá entrar allí y transformar hasta los últimos rincones de nuestro ser. Habla San Pablo de una sabiduría que no es tener almacenada en la mente la Biblioteca Nacional, con todos sus libros aprendidos de pe a pa. La sabiduría de la que nos habla es el don del Espíritu Santo que nos enseña a ver todo en su profundidad, no solo en la fachada. Así captamos a Dios, que está en el fondo de todo y lo configura todo. «El Señor penetra los pensamientos de los sabios y conoce que son vanos». 

3. Solo importa la lógica de Dios. Nos plantea el Señor cómo es y para qué sirve la lógica de los hombres, que tiene muy poco vuelo si la comparamos con cómo es y para qué sirve la lógica de Dios. Porque Dios va siempre mucho más allá. El Señor, que quiere transformar nuestro ser, nos está diciendo al oído: escucha y déjame obrar, más, mucho más. Las medidas humanas son lo que son, las medidas de Dios exceden todo lo pensable.

Elevemos lo humano a lo sobrenatural, no nos quedemos en lo que podemos ver con nuestros ojos, aprendamos a contemplar con esa mirada profunda que da el Espíritu Santo. Ser buenecito es muy poco. Mejor que sea Dios quien nos modele.

A veces no nos vemos soberbios, pero nos vemos tan débiles… No olvidemos que Dios es Padre compasivo y misericordioso. Miremos a María: con su sí nos regaló al Salvador del mundo.