PENTECOSTÉS C. 2022

Un hombre sabio paseando por un campo oyó sonar las campanas de una Iglesia cercana que anunciaba el ángelus, y vio cómo un campesino hacía una pausa en su trabajo, se quitaba la gorra con que se cubría del sol y empezaba a rezar. Al terminar, el hombre sabio se acercó y, con curiosidad, le preguntó quién era para él Dios. Entonces el campesino, con toda su sencillez, le dijo: “es tan grande que no cabe en su cabeza, y es tan pequeño que cabe en mi corazón”. Dios que, como decía San Agustín, es más íntimo a mí que yo mismo, el que me da aliento y vigor, el que me ilumina y llena mi alma.

Es Pentecostés. Dios Espíritu Santo, Abogado, Paráclito, Consolador, fuego y agua fresca, que me hace compañía y me revela la intimidad de Dios para darme vida. El apóstol San Juan, en el evangelio de hoy nos habla de un amor, el de Dios, que se recibe y se entrega, que no es un sentimiento que pasa, ni una teoría que convenza, sino una vida según Dios que se va concretando. Amor hecho vida.

Dios había elegido a un pueblo, Israel, había hecho Alianza con él, la Pascua, que los pondría en camino de liberación y, después de cincuenta días, le había dado una ley en el Sinaí. Pero ahora, Dios da el paso definitivo: entrega a su Hijo que nos salva desde la Cruz. Señor y Salvador. Cincuenta días después se lleva a cabo la promesa del Padre: viene el Espíritu Santo que desciende sobre los apóstoles y escribe en sus corazones la ley nueva. Ya no es algo externo que parece imponerse desde fuera, es algo interior que se acoge muy dentro del alma. Un amor que da alas, que da la verdadera libertad.

1. Dios uno y trino quiere habitar en nuestro interior. Viene a traer la ley nueva. Ya no se trata de cumplir sino de amar. Deja obrar a Dios en ti. Los mandamientos no pueden ser cargas pesadas que nos aplastan. Nuestra relación con Dios no consiste en cumplir y hacer cosas buenas para que Dios nos premie. Es ver que somos hijos de Dios queridísimos y, llenos de alegría y de agradecimiento, abrirle de par en par las puertas de nuestra alma. Lo que nos construye no es tanto lo que yo voy haciendo, sino el amor que pongo en las cosas que hago. El Espíritu Santo nos hace ver que los mandamientos no son una carga que puede llegar a ser insoportable, no son, sin más, leyes escritas en tablas de piedra, sino caminos de libertad, de amor, de auténtico gozo, que el dedo de Dios escribe en nuestro corazón.

2. El Padre enviará al Espíritu Santo, que enseña y recuerda las cosas de Dios. El Espíritu Santo nos ayuda a tener memoria. Guarda la memoria de Dios actuante en la historia. La Iglesia no se reinventa en cada época. En la historia, y guiada por el Espíritu Santo, da testimonio de Cristo ante los hombres de ese tiempo. No somos nosotros los que releemos el Evangelio adaptándolo a lo que se vive en cada momento. Es a la inversa: el Espíritu Santo es el verdadero intérprete de la Palabra de Dios hecha carne. Dice San Pablo que el Espíritu Santo nos enseña a rezar como conviene y no es teoría: lo vemos en los santos que viven, actualizándolo, el mensaje de Cristo. Y ocurre también en nosotros: el Espíritu Santo da su luz y fuerza a cada hombre para paladear su intimidad con Dios y hacerla vida.

3. El Espíritu Santo nos mueve a la acción y nos ayuda en nuestra debilidad. El Espíritu Santo, cuando le dejamos pasar por nuestra alma, no nos deja con la boca abierta, como abobados. Nos da esa capacidad de ir comprendiéndolo todo a través de la mirada profunda de Dios. Es el impulso, lleno de esperanza, que nos señala caminos y nos da la audacia para recorrerlos. Nos quita los miedos y esa parálisis al ver que las cosas son complicadas. Nos da el aliento para convencernos de que es posible, que merece la pena luchar, porque Dios está deseando usarnos como instrumentos en sus manos para hacer su obra en el mundo. Nos hace conscientes, sí, de que por nosotros mismos somos muy poca cosa, pero nos hace superar nuestras debilidades y pecados, para obrar con fortaleza en su nombre.

Dirigimos nuestra mirada a María Santísima, la que tantos y tantos llaman, en un día como hoy, la Blanca Paloma, la Reina de cielos y tierra. Ella, sosteniendo y alentando a los apóstoles, pero también  a todos nosotros que amamos tanto a su Hijo, nos anima a abrir el alma para llenarnos del Espíritu Santo.