DOMINGO VII T. ORDINARIO C. 2022

Vivimos en un mundo de apariencias, donde unos y otros tratamos, ante todo, de dar una imagen. Montamos esos decorados teatrales, que muestran las calles y las casas de una ciudad, pero todo es de pega, por detrás de esas estructuras de madera bien colocadas, solo hay fachada, no hay nada detrás. Acabamos siendo expertos en vender humo, en el mírame y no me toques. No valoramos lo que es, no nos interesa. Lo que nos atrae, más bien, es lo que parece. Dar el pego. Buscamos nuestro interés, justificamos cualquier cosa, con tal de salirnos con la nuestra. Y todo lo importante, y lo que es aun peor, todo lo esencial, podemos volverlo desdibujado y sin fuerza.

Dios nuestro, ayúdanos. Pero ayúdanos no que a cambien los demás, sino a cambiar cada uno de nosotros. Porque somos capaces de ver el pecado en los demás y lo vemos con una clarividencia impresionante, pero no somos capaces de ver que somos colaboradores de ese clima de vanidad de vanidades, y todo vanidad. Necesito apoyarme en Dios, redescubrir en  Él mi humanidad. Darme cuenta de que la lealtad, la honradez, el bien, la amistad auténtica, el trabajo bien hecho, no solo merecen la pena, sino que son la gran siembra que hemos de hacer para que este mundo no se quede desolado, como un desierto, porque no dejo que arraigue la buena semilla.

“A vosotros los que escucháis os digo…” Las palabras del Señor son bastante claras: “a los que escucháis…” Bien sabe el Señor que eso de escuchar no es, precisamente, un valor en alza. Se lleva más el “hábleme, padre, que por un oído me entra y por el otro me sale”. Vamos recibiendo las cosas que pueden ayudarnos como una especie de ruido de fondo al que nos hemos habituado y no calan, porque no le encontramos significado, hemos perdido sensibilidad y no vemos que eso que viene de Dios y da el verdadero sentido a mi vida, sea esencial para nosotros. Ya habrá alguien que se de por aludido, a mí que no me saquen de mi camino, de mi programa, de mis deseos. Pero no: dejémonos de tirar balones fuera, es hora ya de dar la cara, de no mirar para otro lado. 

Nos pide el Señor que no nos camuflemos con el ambiente. Que nos quitemos, de una vez por todas, nuestro traje de camaleón. Nos va pidiendo que salgamos al paso de tanta mediocridad, de tanta tibieza, y empecemos a dar alas al bien. Que nos impliquemos. No son los otros, soy yo.

1. Fuera ambigüedades. Llamemos a las cosas por su nombre. Hoy en día nos pasa como a quien quiere poner en marcha un negocio para hacerse un hueco en el mundo empresarial: que nos buscamos una agencia de publicidad, nuestro gabinete de imagen, y tratamos de vendernos para que nos compren. Mira que majo, mira qué bien se mueve por todos sitios. Y con el alma ¿no hacemos algo parecido? Camuflamos el mal con palabras ambiguas que no asusten mucho. Así quedamos bien con todos, y podemos salir airosos de todas las situaciones complicadas.

2. Fuera el guardarnos las espaldas. Tenemos muy bien asimilado el “yo no he sido”. Una vez roto un cristal, cogemos la pelota y la guardamos mirando para otro lado. Y si nos pillan en un renuncio, salimos por la tangente: como lo hace todo el mundo… Primero pienso lo que me apetece hacer, lo que es acorde conmigo, coloco la plantilla y voy aplicando mis criterios: si hay algo que no me cuadre, no pasa nada, lo quito de en medio y a vivir que son dos días. Ya buscaré algo que me saque del atolladero. Me justifico, tengo mis excusas bien preparadas y todo queda bien justificado.

3. Fuera eludir responsabilidades. Un sacerdote amigo, comentaba en una ocasión a unos feligreses que le hacía mucha gracia cuando alguien decía que “yo es que no tengo pecados” y él contestaba: “¿Qué no tienes pecados? Pregúntale a tu vecina, a tu marido, a tu mujer, y ya verás como te aclara la mente: te da una lista que marea. Qué clarividencia tenemos para ver los defectos de los demás y qué manga ancha tenemos para los nuestros. ¡Cómo nos cuesta! Pensemos más en Dios y menos en nosotros. No tratemos de aparcar lo que incomoda, luchemos por lo que construye.

Dejemos de mirarnos a nosotros mismos. Salgamos de nuestro yo para abrirnos a Dios y a los demás: es lo que ensancha el alma, y da el tono para encauzar de verdad la auténtica felicidad. 

Miremos a María: ¿qué hace? No piensa en si misma, se da a Dios y abre sus brazos para que podamos descansar en ellos. ¡Qué bien se está en el regazo de María! Madre Nuestra ayúdanos.