VIII DOMINGO T. ORDINARIO C. 2025
“De lo que rebosa del corazón habla la boca”. Un corazón lleno… ¿pero de qué? El corazón se ha considerado siempre el centro de la persona. Podríamos decir que es un almacén, porque allí se guarda, ordenado o no, todo lo que nos configura, al mismo tiempo es un horno porque allí se van cocinando modos de ser y de actuar, y es tambien un motor, ya que es un principio activo que lleva a cada uno a poner en marcha tantas cosas… En él se va va forjando lo que da vida a nuestra vida.
Allí, seleccionamos lo que nos gusta y lo que no, lo que nos encaja y lo que nos molesta, el aprecio y el desprecio, esos sentimientos que piden paso y que se van acogiendo o rechazando. Y en esa “selección” el corazón se fortalece o se debilita, se convierte en piedra o en carne, en dureza o en ternura. Ese corazón que lucha por prevalecer, y ganarle la partida a nuestra mente, o ese corazón que se doblega a ella, el que favorece un equilibrio que sostiene y ayuda a la persona, o que la desestabiliza en una lucha por el poder: para que lo sensible derrote a lo racional, o para que la razón acabe arrollando cualquier sentimiento. ¿Quién podrá dominarlo para sacar buen partido?
¿Qué anida en nuestros corazones? Ahí están nuestras fortalezas, nuestras razones, están nuestros deseos. El hombre, para ser humano y divino, ha de aprender la “sabiduría del corazón”.
El Santo Padre Francisco, en su encíclica Dilexit nos centrada en el Corazón de Jesús, nos lo ha querido recordar. ¡Qué importante es profundizar en ello, porque no es tan solo una devoción de otros tiempos! ¡Es algo que el mismo Cristo quiso revelar en un momento dado a Santa Margarita María de Alacoque, para mostrar que su Corazón, traspasado en la Cruz, está herido de amor por los hombres! Quiero, Señor, un Corazón como el tuyo, entregado, referencia, fuego y luz para todos.
1. Un mundo sin corazón. Miramos a nuestro alrededor y vemos la cantidad de intereses que mueven el mundo. Parece que hubiera un deseo, en el interior de tantos de nosotros, que, sin darnos cuenta, nos esclaviza y se convierte en una especie de vampiro que chupa la sangre. Un ídolo que parece ser el nuevo Dios que busca devotos en todos los ámbitos: el progreso. Nos creemos capaces de explicarlo todo, de abarcarlo todo, creemos haber llegado al momento culmen de la humanidad y que todo lo vamos a tener a nuestros pies. ¿Y eso nos hace mejores personas? ¿No es precisamente eso lo que nos hace fríos y calculadores, llenos de nosotros mismos, como si fuéramos a ganar el Nobel en todas sus categorías? Reactívanos, Señor, danos un corazón libre para amar.
2. La reparación del Corazón de Jesús. Miramos en nuestro interior y lo observamos también en otras personas, ¡cuántas heridas, cuántos traumas, cuántas decepciones, cuántas frustraciones, dolores, sufrimientos! Sí, por aquí y por allá, encontramos tantos corazones rotos… Historias de personas concretas que, incluso sin darse cuenta, no avanzan en sus vidas: parecería que se han convertido en estatuas de sal. ¿Quién saldrá al paso de tanto dolor y sufrimiento? Porque uno de los peligros más claros es dejar que se aposente en el alma el rencor, el resentimiento, la amargura. Corazones hechos trizas por un mal que ha venido de los de fuera o de nosotros mismos. ¿Devolver mal por mal? No, porque nuestro corazón no es del que lo ha roto, sino de Dios que lo recompone.
3. Un Corazón sediento de amor. Miramos a Cristo en la Cruz y, a poco que tengamos los ojos limpios, vemos al que da la vida en rescate por todos. Está ahí por mí, porque me quiere, porque quiere entregar su vida para salvarme. Tú, Señor, lo has dicho: “a vosotros os llamo amigos”, “no hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. Lo hiciste entonces y lo sigues haciendo ahora en cada Misa, en cada Eucaristía. Tu Sangre derramada nos habla de eso. Y nos dices que tienes sed, sed de nuestro amor. Estás allí y te haces clamor: “que te quiero…” Y esperas, sigues esperando pacientemente, para hacerme ver que mi corazón ha de tener sed de Dios. Que sea capaz de experimentarlo para que Tú me sacies, y me llenes de esa esperanza cierta que no se gasta.
El Corazón Inmaculado de María también está traspasado, no hay dolor como el suyo. Que no me dé igual, que me conmueva y no mire para otro lado. Quiero ser consuelo para ti, María, Tú que eres Vida, Dulzura, Esperanza nuestra, no dejes de mostrarnos a Jesús fruto bendito de tu vientre.