DOMINGO VIII T. ORDINARIO C. 2022
Hoy más que nunca tiene que surgir de nuestros corazones un grito al Señor: ¡Ten compasión de nosotros, no nos abandones, Dios nuestro! La violencia, la imposición de los propios intereses a toda costa, deja como semillas la desolación, el dolor, la muerte. ¡Ten compasión de nosotros, Dios nuestro, no nos trates como merecen nuestros pecados! ¡Apiádate de nosotros!
Nos movemos en la incertidumbre. Vemos que no aprendemos de la historia, porque volvemos sobre nuestros errores y pecados y no somos capaces de construir, porque estamos demasiado pendientes del otro, para que no me pille la delantera, para dejarlo herido, imponiendo la manera propia de ver las cosas. Tener en nuestro punto de mira nuestro yo nos hace perder la perspectiva de un mundo que hemos de sacar a flote y, sin embargo, nos empeñamos en hundir.
¿Es que no tenemos remedio? ¿Es que no queremos encontrar la solución que salga al paso de todo eso que nos lleva a la confrontación? Mirar a Cristo, dar ese punto de confianza al Señor, nos podría salvar, porque Cristo es el único que salva, pero nos obcecamos en lo nuestro y de ahí no salimos. Con la violencia, con la imposición de los propios intereses no solucionamos nada y, sin embargo, lo podemos perder todo. ¡Cambia nuestros corazones, Señor, vuélvelos a Ti!
El mal no tiene la última palabra. El egoísmo no puede erigirse en modo de vida. La violencia se opone a la verdad más inapelable del hombre: “que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios”. Nos hemos mirado demasiado a nosotros mismos, y nos hemos saturado de orgullo. Un hombre que vive su vida prescindiendo de Dios se acorrala a sí mismo y se devalúa hasta perder su identidad, esos valores que lo hacen grande. Te hemos dejado de lado, Señor, habíamos creído que, yendo a nuestro aire, nadie nos podía detener, que íbamos a conseguir rápidamente el triunfo de un hombre poderoso y autosuficiente, que se construye a sí mismo. Pero eso es una gran mentira.
Hoy, más que nunca hay que echar fuera de nosotros esa arrogancia, ese creernos que lo podemos todo, que todo está permitido con tal de desearlo. Nuestros deseos de independencia de Ti, nuestra manera de construir el mundo a nuestra imagen y semejanza, no pueden erigirse en norma de vida. No soy yo el que da el ser a las cosas, no soy yo el que dice lo que está bien y lo que está mal, no soy yo el que modela el mundo. Lo estamos viendo a cada paso: nuestras pobrezas interiores se quieren poner por delante para imponerlas a los demás y eso nos destruye.
1. Los pecados personales van enquistándose y se convierten en un pecado estructural. Queremos convencer a unos y otros de que eso nos va a salvar, sacándonos de todos los atolladeros. Señor, danos sensatez para salir de esa trampa en la que nos hemos metido. No podemos vivir instalados en el pecado, porque el pecado pervierte y malea todo lo que toca. “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, quién podrá resistir, pero de Ti procede el perdón y así infundes respeto”.
2. ¿Hay solución? Claro que sí: volver nuestra mirada a Dios. Dejar de mirarnos a nosotros mismos: eso nos marea, eso nos pierde. Hay un egoísmo de fondo que nos tiene secuestrados y nos impide pensar y obrar el bien. Pero nadie nos puede quitar algo que da sentido a nuestra vida: estoy redimido por el Buen Dios que ha dado su vida por mí y se ha apuntado definitivamente la victoria. Sí, la victoria es para nuestro Dios. La solución para todo esto se ha dado ya en un monte fuera de las murallas de Jerusalén: un hombre desnudo y desfigurado, clavado en una cruz, ha asumido todo lo nuestro para darnos todo lo suyo. Ahora lo que tenemos que hacer es darnos cuenta.
3. Vamos a mirarnos en el espejo con absoluta sinceridad: todo lo que está ocurriendo con esta guerra es, en el fondo, una fotografía a gran escala de lo que anida tantas y tantas veces en nuestros corazones. Mira el tuyo y observa sin tapujos lo que habita en Él. No hagas el recuento de tus cualidades, esas de las que alardeas, mira tus carencias, esas que te dejan desarbolado. Mira más a Dios que te pide que te pongas a su servicio. Mira más a los demás, y fíjate que sufren, que esperan que les des aliento, cariño, compañía, porque hay más dicha en dar que en recibir.
Y mira a María, Nuestra Madre del Cielo, Reina de la paz. Cuántas veces nos ha dicho que volvamos a Dios, que nos dejemos querer por Él, que le hagamos eco. ¿Por qué no empiezas ya?