DOMINGO XII T. ORDINARIO A. 2023
Hagamos memoria. En 1978 murió San Pablo VI, lleno de dolor por el asesinato de un gran amigo suyo por los terroristas de las Brigadas Rojas, pero también por la situación de tantos sacerdotes que en esos momentos pidieron la secularización, porque no terminaban de ver clara su vocación. Momentos difíciles, pero la sonrisa del nuevo Papa, hoy beato Juan Pablo I, y la llegada del Papa venido del Este, San Juan Pablo II, inauguró un tiempo de esperanza en la Iglesia y el mundo. Fue la sonrisa de un hombre sencillo, que hablaba de alegría y esa frase del Papa polaco que animaba a no tener miedo y llenaba el horizonte de esperanza. Lo que necesitamos hoy como ayer: la alegría que viene de un corazón enamorado, y la esperanza que viene de un alma audaz y entregada.
El Evangelio de este domingo nos habla precisamente del miedo. Ese miedo que nos debilita y bloquea, poniendo por delante un muro para impedirnos avanzar. Se ha dicho en alguna ocasión que el gran negocio del siglo sería comprar un hombre por lo que realmente vale y venderlo por lo que él cree valer. Nos parece que somos, como dicen en los pueblos: “altos y recios”, pero, a poco que nos detengamos un momento y nos miremos con verdad, vemos que no podemos presumir de nada.
Yo ¿en quién me apoyo? ¿Qué es lo que me sostiene y da impulso a mi vida? El hombre de hoy quizá más que en otros tiempos, parece que se basta y sobra consigo mismo. Está muy pagado de sí y es capaz de mirar por encima del hombro creyéndose dueño y señor de todos y de todo. No se da cuenta de que tiene los pies de barro. Es curioso cómo estamos a un paso de esa presunción con la que declaramos que no necesitamos nada ni nadie, pero cuando parece que las cosas no salen como nosotros quisiéramos, nos venimos abajo, como si estuviéramos hundidos en un pozo sin fondo.
¿Qué nos pasa? Que, con frecuencia, relegamos a Dios como un “segundón” en nuestra vida o, sencillamente, lo abandonamos en medio de ninguna parte porque nos estorba para nuestra supuesta libertad a ultranza: ser lo que uno quiere ser y hacer sin que nadie le tosa. Pero es curioso, en un mundo que prescinde de Dios el hombre también termina disolviéndose: se convierte en caricatura de sí mismo, y se da cada vez más cuenta de que es poca cosa, pura debilidad, vulnerable.
1. El miedo es un arma del enemigo. El enemigo querrá instalarnos en el miedo que es, al fin y al cabo, desconfiar, dejarse llevar por la inseguridad o el agobio ante situaciones que nos superan o nos bloquean. Sin embargo, Dios que nos tiende su mano, nos invita a la confianza, a no dejar que el pasado nos abrume, porque Él, si se lo presentamos y lo ponemos a sus pies, lo llenará de su gran misericordia y nos llenará de tranquilidad interior. Y no dejará que el futuro nos intranquilice por no saber lo que nos encontraremos en él. Sin embargo, Dios nos garantiza que, puesto en sus manos, no dejará de estar iluminado por su presencia. Porque Él es y será siempre nuestra esperanza.
2. La sinceridad que echa fuera los miedos. Nos puede ocurrir que nos miremos por dentro y no nos guste lo que allí encontramos. Porque hay pecados, debilidades, heridas… Y eso puede generar un miedo grande, y vergüenza a que se sepa que no damos la talla. Todo genera en nosotros una inseguridad grande que pretendemos tapar, a veces con la arrogancia de ponernos por encima para ocultar nuestra fragilidad. O bien, nos deja sumidos en nosotros mismos, porque no estamos a la altura y eso nos desazona. Quizá incluso buscamos un disfraz, una máscara que oculte todo eso. ¿Solución? sinceridad con Dios, con uno mismo, y sobre todo en la confesión para salir adelante.
3. Vivir el don del Espíritu: el temor de Dios. La gran respuesta ante todos estos miedos que acaban aplastándonos, mostrándonos que tenemos los pies de barro, es abrirse a Dios que siempre estará dispuesto a abrir caminos de amor en nuestra vida. Sintiéndonos, porque lo somos, hijos de Dios que es Nuestro Padre Bueno del cielo que no nos abandona.
Apoyándonos en la humanidad Santísima de Cristo que nos enseña a ser hombres a su imagen. Y, al tiempo nos hace abrirnos a los dones del Espíritu Santo que irá dejando su huella en el alma. Y nos hará vivir ese temor de Dios que nos descubre el Dios de la ternura, y nos lleva a sobrecogernos con la sola idea de caer en el pecado.
Con Nuestra Madre, María ¿qué podemos temer? Ella echará fuera todos nuestros miedos.