DOMINGO XIX T. ORDINARIO A. 2023
De vez en cuando hemos de pararnos a ver las cosas que nos ocurren, lo que llevamos en la cabeza, lo que albergamos en el corazón… para tomar el pulso de nuestra vida. Porque vamos tan rápido que nos queda poco tiempo para reflexionar, y el “hacer, hacer, hacer”, nos agobia y quita todas las energías. ¿Yo qué busco, a qué aspiro? ¿Dónde me apoyo? ¿A qué o a quién me dirijo?
Buscamos una vida apacible, ese bienestar que nos deje tranquilos, ahorrándonos problemas. Queremos paz, una paz interior que aleje dificultades y disgustos, porque no nos gusta tener que afrontar, diariamente, lo que se pone a la contra, y nos deja con ese mal sabor de boca de tener que ir contra corriente. Intentamos buscar atajos para no dar vueltas, pero volvemos al punto de partida. Buscamos compensaciones que no compensan porque son pan para hoy y hambre para mañana. Ante todo, eso ¿qué surge? El miedo, la tibieza, el desaliento, el fracaso… Y Dios, que hubiera podido ser una opción, acabamos viéndolo como un fantasma, como algo irreal y sin posible asidero.
¿La solución es una vida sin problemas, cueste lo que cueste? Piénsalo: ¿Cuántas veces sale de nuestros labios, de nuestro interior la palabra apetecer? Me apetece, no me apetece… El no me gusta, el es demasiado para mí, no merece la pena. No se trata de estar en una cama de púas, como los faquires, pero no vendamos nuestra alma a la comodidad, a hacer las cosas sin despeinarnos.
Otras veces, ¿qué buscamos de Dios? ¿espectáculo? No. Él es discreto y pasa a nuestro lado, la mayoría de las veces, de puntillas, como un susurro. Por eso, estemos atentos. Quizá tengamos la tentación de buscar lo extraordinario, algo que nos sorprenda y deslumbre, experiencias de todo tipo, indiscriminadamente, vengan de donde vengan, con ese afán de novedad que puede ser tan engañoso, porque no todo vale. Caminemos de la mano del Señor, con paso firme, poniendo el sello de nuestro amor a Él en todo lo que vivamos, para convertirlo en gloria, en gloria de Dios. La opción es una vida fácil o un corazón enamorado. ¡Saca a relucir tu fe, tu confianza en Dios! Que gane Él.
¡Dios mío, ayúdame a encontrar ese “algo divino” en todo lo que sale a mi encuentro! ¡Que no pase por alto esa presencia tuya por mi vida! ¡Que cuando ya parece que todo está tranquilo y la situación estable…, no me ponga a la defensiva, para mantener mi bienestar y poco más!
Mira la actitud de Jesús y sus discípulos para quedarte con lo que vale y echar fuera lo que no:
1. Dale a la oración la importancia que tiene. Jesús ¿qué hace? Orar sin descanso, buscar la compañía del Padre: es donde recibe la fuerza para llevar a cabo su misión entre los hombres. Si no partimos de la oración ¿qué podemos encontrarnos? el viento contrario, un Dios que parece que se desdibuja en el horizonte, que se convierte en un fantasma que nos llega a asustar, porque tenemos la sospecha de que, si nos acercamos demasiado a Él, nos va a complicar la vida con lo que nos pide.
2. No te dejes agobiar por el miedo. El miedo siempre aparecerá en nuestro horizonte porque es un arma del diablo. Sabe, perfectamente, que ese miedo, en sus distintas versiones, nos lleva a la parálisis, pretenderá angustiarnos para magnificar lo negativo y trivializar lo positivo, haciendo que el bien aparezca como costoso: mejor que empiecen los otros, después ya nos apuntaremos nosotros. No pongamos a Dios en sospecha. El obstáculo es nuestra vida insulsa, vacía. No Dios.
3. Si le dejas, Dios obrará maravillas. Volvamos a decirlo: lo que me salva es la confianza en Dios. Si nos apartamos de Dios, si no creemos en Él de verdad, nos agarraremos a un clavo ardiendo: a las supersticiones, a eso que me dice aquella conocida que es muy eficaz, pero que debilita mi fe, confunde mi mente, que ya no razona, y abruma mi corazón con sensaciones que prometen todo y no dan nada. Y me llenan de amargura. ¡Fuera! Confía en Dios: el único que te salva de ahogarte.
Es bonita la expresión de Jesús: pasar a la otra orilla: siempre en marcha, siempre hacia adelante.
Decía San Agustín: “el que no avanza, retrocede”. Que te busque, Señor, que te encuentre, que te ame. ¡Que no me acomode! Ayúdame a mantener esa “tensión de amor” para no detenerme.
Vemos a María que nunca se acomoda, porque sabe amar y va en busca de quién la necesita.