DOMINGO XVI T. ORDINARIO A. 2023
Estamos en guerra. Y con esta afirmación no nos referimos únicamente a la guerra de Ucrania o las que hay en otras partes del mundo. Es algo mucho más fuerte. Estamos librando, aun sin saberlo, una guerra en la que nos jugamos la vida: la vida eterna. Y no se combate fuera de nosotros, se va fraguando en nuestro interior. Es una guerra que ya está vencida, Cristo es el que la ha ganado para nosotros en la Cruz y el sepulcro vacío. Él se ha entregado y ha muerto colgado del madero. Ha derramado hasta la última gota de su Preciosísima Sangre por nosotros, y ha resucitado de entre los muertos para darnos a todos la vida definitiva y abrirnos el camino del cielo. No cabe, pues, la desolación, el desaliento, o el pesimismo. Puede que haya batallas perdidas, en las que acabemos heridos, pero la victoria final es de Nuestro Dios. Vivimos de esa fe en el Señor, porque lo amamos con toda el alma y, por eso mismo, estamos abiertos a una esperanza cierta que no defrauda.
No nos dejemos engañar: Dios existe y no es una energía cósmica que nos invade y que hay que tener propicia. No es un poder evanescente que se confunde con la naturaleza. No es una fuerza todopoderosa que me arrolla y me invita a sospechar de Él, porque tengo que tenerle contento y si no se enfada conmigo y, a saber lo que puede pasar… Dios no es lo que yo puedo imaginar, porque no se deja encuadrar en mis esquemas humanos. Es todo mucho más sencillo: es un ser personal con el que puedo encontrarme, con el que puedo dialogar. No es ajeno a mí, porque me sale al paso y me invita a conversar con Él. Sabe escucharme y me ama. Con amor incondicional y misericordioso.
Vale. Si soy sincero conmigo mismo acabo dándome cuenta de mi debilidad pero, a poco que sea sencillo y lo reconozca, puedo seguir mirando a los ojos al Buen Dios y entonces noto que me mira con mucha ternura, sin señalarme con un dedo inquisidor. Y Él no me rechaza, acude a sanar mi debilidad, mis fragilidades, mis pecados y, si le dejo, me reconstruye por dentro. Bendito sea.
1. El mal existe y se extiende por el mundo. No seamos ingenuos. No podemos ir por ahí con un lirio en la mano y cara de bobalicones, dejando que nos pisen y cruzados de brazos. Hemos de pedirle al Señor darnos cuenta de las cosas, no dejando que se instale la confusión ni fuera ni dentro de nosotros. Llamemos al bien bien y al mal mal. Distinguir las cosas, no dejar que nos vendan gato por liebre, es algo que tenemos que tener claro. No vale todo. Si metemos el dedo en el agua solo podemos esperar una cosa: sacarlo mojado. No nos sorprendamos al ver que las cosas malas hacen daño, y que las cosas buenas siembran bondad, belleza, paz, alegría. Valoremos, y mucho, lo bueno.
2. El mal no tiene la última palabra. Al ver cómo está todo, podemos quedarnos paralizados, con la impresión de que esa mancha de oscuridad, de tono sombrío, está robando luz a un mundo que anda a tientas. Un índice es cómo se va extendiendo por muchos sitios la mentira. Se nos está vendiendo la idea de que la verdad es una imposición de la que tengo que liberarme, porque me esclaviza y no me permite ser yo mismo. Lo importante sería lo que yo siento: que soy el rey del universo y que mis apetencias son las que me dan la vida. Sutilmente primero, descaradamente después, el mal se convierte en una opción que acaba dando un golpe de estado. Pero no es así.
3. El bien siempre merece la pena. El mal es una carencia. El mal y el malo nos roban, con sus seducciones, esa vida feliz y entregada que Dios quiere para ti. El bien con su lucha de amor siembra gozo y paz. El amor no es un sentimiento vacío que habla de debilidades. Es la apuesta firme por una vida con sentido. No pierdas el tiempo contemplando el mal y entristeciéndote por ello. Te quitará fortaleza para trabajar por Dios. ¿Qué cuesta? Claro la victoria siempre se logra con esfuerzo. Lamentarse es estéril aprender es fecundo. A veces tendrás que “convivir” con situaciones o personas que no te gustan, pero aprende a ahogar el mal en abundancia de bien.
dedícate a sacar adelante las cosas que son buenas, verdaderas, bellas y eso te dará aliento y construirás vida
Necesito amar para vivir y ser feliz. Pero la felicidad no se compra a precio de saldo y a costa de lo que sea. La felicidad es el resultado de sentirme amado por Dios, que es mi vida, y aprender de Él a amar. María es la que supo acoger el Amor de los amores y darlo al mundo. Aprende de ella.