DOMINGO XVI T. ORDINARIO C. 2022

Hay una costumbre preciosa del pueblo de Israel y, en general, de todos los pueblos orientales: la hospitalidad. Hoy, en las lecturas de la misa se nos muestra esto: el cariño con el que Abraham, Marta y María, acogen a aquellos visitantes tan especiales. Los Santos padres vieron en esos tres personajes misteriosos que se presentan ante Abraham, una representación de la Santísima Trinidad. En el Evangelio será el propio Jesús el que llena de luz el hogar de Betania, donde Marta y María, con su hermano Lázaro, supieron acoger tantas veces al Señor, al que le gustaba descansar con sus amigos.

Estos pasajes de la Escritura Santa nos han de hacer reflexionar para responder a una pregunta: ¿tengo yo esa disposición de fondo de acoger a Dios en mi alma? Con Dios no funciona hacer un trato: “yo te doy para que Tú me des”, o “yo busco conseguir que estés contento conmigo para que las cosas se encaminen y vayan bien…” Sería una visión de Dios utilitarista: Él estaría a mi servicio y habría entre los dos un acuerdo para que todo fluya y así tener yo todo bien colocado. Esa dinámica implicaría una cercanía del interés, pero no una cercanía del cariño. Acojamos a Dios en nuestro interior, facilitémosle poner su tienda en nosotros, dejémosle habitar en nuestra alma, pero no solamente como un invitado que se recibe y, si nos resulta molesto en algún momento, lo despachamos. Porque el Señor no es un invitado, sino el que ha de tomar posesión de nuestra casa y llevar las riendas de nuestra vida.

Quizá le damos demasiada importancia a vigilar para que todo funcione, a que todo esté listo, en su lugar, pero se nos escapa el porqué de las cosas, lo que está en la raíz de todo lo que hacemos. Nos gusta controlarlo todo para que todo salga muy bien, perfecto a ser posible, pero podemos perder de vista el orden de prioridades: primero Dios, luego las personas y después, solo después, las cosas. 

En muchas empresas, se han dado cuenta de que, si quieren que las personas sean más productivas, la solución no está en espiarlas, o estar encima de ellas para que hagan su trabajo y lo hagan bien, lo que está en la raíz de todo es que estén contentas, y vean la maravilla de aquello en lo que están involucrados, que sirven para algo. Ya no se trata solo de hacer para conseguir un sueldo, sino de hacer todo de tal manera que mostremos así el amor que tenemos a Dios y ganar el cielo.

1. Acoger a Dios. Decimos del Espíritu Santo que es Dulce Huésped del alma. ¿Es eso así? El Señor es un caballero, está a la puerta y llama, no nos fuerza, espera que le dejemos entrar en nuestra vida y la transforme. El Señor nos ronda como un enamorado y ante esos requerimientos de amor, podemos darle paso y dejarnos querer por Él, o bien podemos darle la negativa por respuesta, porque no queremos cambiar nuestra vida, porque estamos cómodos alejados de Él. Si le decimos sí, entrará para cambiar nuestra forma de ver las cosas y transformará para bien nuestra vida. ¿Le daremos paso?

2. Vivir de Dios. Fiarse de Dios no es cualquier cosa, supone poner nuestra voluntad en sus manos para que Él tome la iniciativa. Pero no tiene por qué salir a la primera. San Agustín nos hablaba de dos amores que construían dos ciudades: “el amor propio hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la ciudad celestial”. No lo olvides, esa batalla se libra a diario en nuestra alma. ¿Quieres que venza en ti el amor a Dios? Deja que Él te lleve de la mano, pero, al mismo tiempo, aparta de ti todo lo que fomente el pecado. La auténtica felicidad viene de Dios.

3. Regalar a Dios. Cuando vivimos de Dios notamos muy dentro esa paz que no da el mundo, ni las cosas del mundo. No olvidemos que eso implica apostar por Dios y tenerlo como nuestro motor. ¿Cómo? a través de la oración y los sacramentos, la Comunión en la Santa Misa, la Confesión. Solo así bien unidos a Dios podemos crecer como hijos. Esa unión con Dios nos dará ese gozo interior que no es para quedárselo uno egoístamente. Pero no nos apropiemos de un don tan grande. Estar llenos de Él para darlo a manos llenas a los demás. Es lo que necesita el mundo. No le privemos de ese regalo.

Hemos celebrado a la Virgen del Carmen, que ella sea la que nos guíe en las tormentas del mundo.