DOMINGO XVII T. ORDINARIO C. 2022.

Con qué naturalidad habla Abraham con Dios. La Escritura Santa nos muestra a los dos en una animada conversación en la que el Señor le cuenta sus planes: Sodoma y Gomorra se habían apartado gravemente de Él y se habían ganado su castigo. Abraham quiere interceder por ellas y, con la confianza que Dios le ofrecía, sigue una costumbre muy de los pueblos orientales: le va regateando al Señor para suavizar su dureza con aquellas ciudades. Es el trato confiado de quien sabe que Dios escucha.

Mira lo que hemos repetido con el salmo y que va también en esa dirección: “cuando te invoqué, me escuchaste, Señor”. Cuánto tenemos que aprender de esas actitudes para con Dios: ese trato cordial y cercano, esa confianza plena que sabe que nuestro Dios es “muy buen escuchador”.

Los apóstoles en el Evangelio, confiados en Jesús, también le piden: “enséñanos a rezar”. Habían sido testigos de la oración de su Maestro, y se habían quedado admirados de su cercanía al Padre, de su forma de tratarlo: íntima, llena de luz, de unión estrecha y de un cariño que impresionaba. Ante eso, tienen unas ganas inmensas de aprender a rezar así. ¿No te gustaría también a ti tener esa confianza con el Señor para que tu oración se enriqueciera, para que no fuera por cumplir, o algo que sabe uno, más o menos, que tiene que hacer, pero que se le hace difícil, cuesta arriba, incluso aburrida…? 

Hoy le vamos a pedir al Señor que nos abra los ojos y nos enseñe, que nos vaya diciendo cómo concretar las cosas, para que no veamos la oración como una obligación sino como una necesidad. Para que nos demos cuenta de que no se trata de cumplir con algo, sino de crecer, y mucho, en el amor.

1. ¿Cómo es mi oración? Párate a pensar, ¿qué tanto por ciento es de Dios y qué otro tanto por ciento es tuyo? Decimos: “hacer la oración”, pero la oración no es algo que yo hago, sino algo en lo que yo me implico: un diálogo de amor con quien sé que me ama. Quizá sería más exacto decir: “hacer posible la oración”. Yo hago posible la oración cuando le doy verdaderamente paso a Dios en ella. No es lo que yo pongo, es la oportunidad que le doy a Dios para que se meta tan dentro de mí que me transforme. La oración es un reflejo palpable de la propia personalidad, pero no soy yo el que tengo que decirle a Dios lo que tiene que hacer, soy yo el que he de dejarme transformar, para ser lo que soy: su hijo queridísimo que va configurándose en un espejo fiel del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. 

2. ¿Qué aporto yo y que aporta Dios? Yo le muestro en ella mis dificultades, mis problemas, mis alegrías, mis tristezas, mis deseos, mis afanes, mis ilusiones, mis desesperanzas, mis retos, mis desalientos, mi manera de ser y de pensar, pero también mi corazón, mis afectos, mis imaginaciones, mi visión de la vida, toda mi persona implicada en todo lo que puedo hacer, pensar, imaginar. Todo en Dios. ¿Y qué le dejo a Dios que aporte? Absolutamente todo. No solo le pido que me escuche, yo quiero también escucharle a Él, para seguir los pasos que Él me marque. Decía Santa Teresa de Jesús: “vuestra soy, para vos nací, ¿qué queréis hacer de mí?” Un hombre sencillo, que estaba muy atento mirando al Sagrario, cuando le preguntaron qué hacía, dijo con sencillez: “lo miro y Él me mira”. ¿Hago yo igual?

3. ¿Qué saco yo de la oración? Sería muy pobre y egoísta por mi parte pedir y pedir y ya está, incluso con tono de exigencia. No tengamos a Dios como el conseguidor o hada madrina de nuestros deseos. La oración es, más bien, un dejar a Dios que me modele como el alfarero a la arcilla, y ofrecerme yo para que me use, para que ser instrumento fiel y ayudarle a transformar el mundo para Él. Lo que yo puedo, no puede hacerlo otro por mí, y se quedará sin hacer. El Señor es el que escribe la partitura, el que me da el guión para que “lo ponga en marcha”, es el que me va mostrando la senda para que siga sus pasos, para que avance, para que no me pierda. La oración es una escuela de amor.

Tratemos al Señor, como María, la mujer orante, que guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón. Ella nos animará a rezar, como ha hecho siempre en tantas apariciones a lo largo del mundo y de la historia, para pedir misericordia por tantos pecados, propios y ajenos, y ser así consuelo de Dios.