DOMINGO XX T. ORDINARIO A. 2023
Hoy existe en el mundo, pero también en la Iglesia, un déficit de esperanza. Muchas cosas desasosiegan, intranquilizan y nos dejan desconcertados, sin capacidad de maniobra. Veamos el lado bueno de las cosas, no seamos tan críticos. Sobre todo con la Iglesia nuestra Madre. No demos por bueno ponernos a la contra, como si la Iglesia no fuera familia, como si el Papa no fuera el Santo Padre. ¿Qué está pasando? Que el enemigo busca la desunión. Miremos más a Dios, pero de verdad.
Cuando se lee la historia de la Iglesia, podemos ver las pobrezas humanas, a lo que podemos llegar los hombres cuando perdemos el sentido de Dios, o dejamos de lado la visión sobrenatural. ¡Cuántos momentos de debilidad! ¡Cuánta falta de entrega auténtica! ¡Cuánta lógica humana, con intereses, con todo tipo de egoísmos, de vanidades, de envidias! ¡Cuántas personas que no dan la talla, que se buscan a sí mismos, buscando notoriedad, buscando el poder! Es cierto, pero…
No olvidemos que, ante todas estas debilidades, esas pobrezas, la acción de Dios ha seguido estando presente en todo momento. La misericordia del Padre siempre ha estado a disposición de quien quisiera volver al amor primero. La salvación conseguida por Cristo, lavándonos a través de su Preciosísima Sangre, nos puede hacer recuperar la inocencia perdida. La luz y la fuerza del Espíritu Santo no ha cesado nunca de derramarse, a pesar de los pesares, como fuente de agua viva.
No dejemos de mirar a lo alto. Que salga de nuestro corazón una constante acción de gracias a Dios, que es fiel a sus promesas, que es Amante, Amado, Amor. Y no va a abandonarnos jamás si nosotros no lo abandonamos. ¿Qué hacer? Amar a la Iglesia, que es Madre y Maestra. Amar al Papa.
1. Fuera el pesimismo. Hay mucho desaliento enconado. Ocurren cosas que no nos gustan. Cuestiones que parecen escaparse de las manos, con la sensación de que nadie quiere enmendarlo. Podemos bloquearnos, como si nos hubieran robado la paz, la tranquilidad. Hay situaciones que no comprendemos y quedamos perplejos, como si las certezas se perdieran, y no hubiera nada objetivo. Cada cual parece que fuera a lo suyo tratando de dar como buena su manera de verlo todo. Vale. Es cierto que hay muchas cosas que nos contrarían, pero el reto es si cabe más claro que nunca: nos ha tocado vivir ahora y Dios quiere que nos santifiquemos en este ahora, inmersos en el mundo sin ser mundanos. Transformémoslo desde dentro: Vivamos a Dios. Llevémoslo a los demás.
2. Nada de disiparnos. Ante lo negativo puede uno decir: esto me supera, me cruzo de brazos y ya está, que sea lo que Dios quiera. Es una especie de huida hacia adelante. Y ahí las tentaciones parecen moverse a lo fácil: a alguien se le ocurrirá algo, y si no: “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Si todo está tan mal, y nosotros en medio ¿qué es lo prioritario? ¿pasarlo bien? ¿Estar como evadidos de los problemas y… “tira millas”? No, no escondamos la cabeza debajo del ala. Los problemas seguirán ahí, aunque miremos para otro lado. No vale el sálvese quien pueda y ya trataré yo de que toda esta explosión no me salpique demasiado. ¿Qué toca? grandeza de ánimo. Apostar por Dios. Y una forma es seguir el consejo de San Pablo: “ahogar el mal en abundancia de bien”.
3. La fe que se concreta. Eso es. Hagamos hueco a Dios. Confiemos en Dios, confiemos en su Santísima Madre. La Iglesia es la Casa común de todos los que queremos crecer en un Amor que ha de hacerse vida en cada uno. Cristo, el Señor, la ha fundado, ha salido llena de hermosura de su Costado abierto por la lanza del soldado. Él es la Cabeza, nosotros somos su Cuerpo, somos hijos de Dios, somos hijos de la Iglesia, formamos familia, metidos en el Corazón Inmaculado de María, que nos sigue gestando como Madre, y quiere que nazcamos a esa vida perdurable que su Hijo nos ha prometido. Porque el poder del infierno, no la derrotará. No nos dejemos llevar del desaliento. Ante la falta de esperanza, renovemos nuestra fe, seamos más sobrenaturales y amemos de verdad.
Hace pocos días celebrábamos a Nuestra Madre la Virgen y la veíamos brillar en el cielo, vestida de sol, coronada de estrellas, la luna a sus pies. Con esa garantía de cielo, de eternidad, que quiere que vivamos también cada uno de nosotros. Miremos menos al suelo y mucho más a lo alto. No dejemos que nadie nos robe la esperanza viva de Dios que nos ayudará y no dejará de querernos.