DOMINGO XXI T. ORDINARIO A. 2023

Somos a veces muy nuestros. Hay cosas que parece que tienen que pasar por nuestro visto bueno, por nuestra manera “objetiva” de ver las cosas. Pero no olvidemos que, por mucho que uno quiera que haya claridad de sol a las tres de la mañana, si mira al cielo lo que verá serán las estrellas y la luna. Abramos los ojos a Dios y, si no vemos claro, gafas de visión sobrenatural. Porque hay cosas que no puedo alcanzar por mí mismo, el único que puede decírmelas y enseñármelas es Dios. ¿Por ejemplo? que no soy una criatura más sobre la faz del planeta, como un árbol o un águila real, tengo una dignidad inmensa, soy hijo de Dios, que ha puesto en mí el verdadero anhelo de lo eterno.

Para eso ha venido el Señor al mundo, para despertarnos de nuestro atolondramiento, y que nos demos cuenta de lo que no vemos, pero existe. Es la Buena Noticia de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, para hacer más claro el misterio de Dios y el misterio del hombre. Yo, por mí mismo, no puedo llegar a ello: solo accedo a la intimidad de Dios cuando me lo revela Cristo y yo lo acojo. 

Hoy Pedro, ante la pregunta de Jesús: “¿quién soy Yo?”, lo dice claramente: “el Mesías, Hijo de Dios vivo”. Y la Iglesia, querida por Cristo que es su Cabeza, nos lo transmite a lo largo de la historia. 

La Iglesia es de institución divina, no es una estructura caduca o molesta por la que tenemos que pasar, nos guste o no. Ha salido del Costado abierto de Cristo en la Cruz. Y, envuelta en su Sangre, nos da la vida. Es fruto de la entrega del Señor, que se nos regala por amor y abre caminos de cielo. La Iglesia no es una institución, una estructura ajena a mí, que ya ha dado lo que tenía que dar y que ahora dice poco al mundo actual. La Iglesia sigue siendo ese don de Dios para implantar su Reino. Con el Santo Padre a la cabeza. El amor al Papa no es una cuestión de simpatía o antipatía, es algo mucho más profundo que se apoya en la fe y está arraigado en las promesas del Señor. Donde está Pedro, allí está la Iglesia. Recemos por el Papa. Sin olvidar que Dios dirige la historia. No lo dudemos.

Al principio de la celebración de hoy, el sacerdote dice una oración colecta, recogiendo todos los anhelos de las personas que asisten a la misa: Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos. Es una oración que dice muchas cosas y es el deseo ardiente de Dios para nosotros:

1. Acoger lo que Dios nos brinda. Lo que Dios transmite y propone al hombre no siempre es bien acogido. No sospechemos de Dios. Si lo hacemos desaparecer de nuestro horizonte, caeremos en adorar a diosecillos que encadenan. Y no seremos capaces de ver más allá. Tomemos conciencia de que el Señor nos ama desde la eternidad y cuando nos manda algo es para ayudarnos a sacar lo mejor de dentro. Todo es para el bien de los que aman a Dios, a pesar de que a veces no entendamos lo que ocurre. El Espíritu Santo sabe encauzar las cosas para dirigirlas a su fin. ¡Que esperanzador!

2. Esperar lo que Dios promete. Las promesas de Dios todavía están por descubrir. Mientras, el mundo nos envuelve para que olvidemos lo que somos por gracia, Dios sigue estando presente. Preguntémonos: ¿hacia dónde se dirigen nuestros deseos? ¿A entregarnos al bienestar, a ese deleite del poder por encima de todo y de todos, en buscar y entregarse al placer…? ¿Son esas las promesas de Dios? Claro que no. Dios, que es fiel, no defrauda. Fiémonos de lo prometido: “estaré con vosotros hasta el fin del mundo, y el poder del infierno no derrotará a la Iglesia, porque yo soy su Cabeza”.

3. Elegir los gozos verdaderos. Nuestros sentidos nos engañan. El corazón nos traiciona con afectos que no se sostienen: amores de quita y pon, que duran lo que el interés del momento. Desengañémonos: el gozo a lo humano es muy corto de miras y acaba en un regusto amargo. Cosas que no llenan, y están cargadas de un veneno adormecedor.

Dios nos garantiza la verdadera alegría, la auténtica paz. Ese algo divino que no puede compararse con nada, porque lo llena todo, fuente de la que mana agua fresca que no se acaba. Apostemos por lo que de verdad vale: el amor de Dios.

Hay tanto por vivir… No dejemos que el desaliento se enseñoree de nosotros. María es vida, dulzura, esperanza nuestra. Madre de la Iglesia, bien agarrados de su mano caminemos hacia Dios.

Lecturas y homilía. XXI Domingo del T.O. Ciclo A