XXV DOMINGO DEL T. ORDINARIO B. 2024
Puede haber en nosotros un afán de hacer las cosas bien, e incluso decir en nuestro interior con buena voluntad: “A ver…, yo quisiera saber las cosas de verdad importantes para llevarlas a cabo y no equivocarme”. Pero hay que ir con calma: quizás y, antes que nada, tendríamos que ver que no siempre lo importante es lo que va primero, ni siquiera lo urgente. Lo primero: lo esencial. Sí, porque lo urgente nos puede agobiar tanto que nos paralice para lo esencial. Eso lo saben muy bien los bomberos y los médicos, que tienen que llevar bien asentado el protocolo en situaciones límite para no ponerse nerviosos y querer abarcar tanto tanto, que terminan sin llegar a nada. Señor, que sepa distinguir bien.
Alguien recomendaba rezar una jaculatoria tranquilizadora para no agobiarse: “¡Alma, calma!”. No somos los “solucionadores” universales de todos los líos que se nos presentan. Ante la precipitación y el agobio de nuestra vida diaria, hemos de acudir al Señor, porque es Él, y no nosotros, el que va por delante. Apoyados en tan gran aliado: el Buen Dios, podremos mirar al frente con serenidad. Eso repetimos con el salmo de hoy: “El Señor sostiene mi vida”. Toda una declaración de intenciones.
Pero somos muy frágiles: muchas veces pensamos en nosotros, después en nosotros y, si hay alguna duda, nos volvemos a reconocer como los que marcan el camino. Somos así… todos. El pasaje del Evangelio de hoy es revelador: Jesús, que ama de una forma muy particular a los que ha elegido, les abre su Corazón, ardiente de amor y entrega. Les dice para lo que ha venido: para ofrecerse hasta morir en la cruz por cada uno. Y ellos ¿qué es lo que hacen? Ir a lo suyo. Discuten sobre quién va por delante de los demás. Es algo que nos hace mucho daño, aunque no lo notemos: compararnos con los demás, pretender establecer categorías y ver cómo colocarse por encima de los otros. ¿Cuál es el siguiente paso? Si uno se ve fuerte sale la soberbia, la vanidad. Si uno se ve más flojo el victimismo o la envidia. Uno de los pecados más frecuentes, y que menos se reconocen, es precisamente ese: el de la envidia.
1. ¿Víctimas o verdugos? Cuando uno camina y mira demasiado a los lados ¿qué le puede pasar? Que no vea lo que tiene por delante y acabe dándose un golpe con la primera farola que se interponga en el camino. Mirar al frente para superar los obstáculos, teniendo claro cuál es la meta que, en último extremo, es Dios. De esta forma, avanzaremos con tranquilidad y buen ritmo. Si estoy pendiente de si el otro hace o deja de hacer, acabaré juzgándolo, estaré molesto conmigo mismo porque no llego a ser como me gustaría, quizá caiga en el pobrecito de mí y tenderé a buscar defectos en el otro para justificarme. Empezamos victimizándonos y acabamos poniendo nuestra diana en los otros. Verdugos.
2. No nos faltarán los enemigos. El odio no cabe de ninguna manera en el corazón de un hijo de Dios. Es verdad que hemos de repudiar tanto al mal como al Malo, el pecado y el instigador del pecado, pero es posible que haya personas que se pongan enfrente y contra nosotros, porque no somos de su cuerda, porque encarnamos lo que ellos odian. Porque, en definitiva, hay enemigos de la Iglesia y de Dios y, a veces, pueden buscar hacernos daño. Eso es, a fin de cuentas, lo que han sufrido los mártires. Pero no podemos devolver la misma moneda: a un mal no se responde con otro mal. Nunca. El Señor es el único juez y, por tanto, es Él quien tiene en su mano el juicio último. Hemos de dejárselo sólo a Él.
3. Dios siempre ha de ir por delante. La carta de Santiago resulta de lo más práctica y llama a las cosas por su nombre. Sabe perfectamente que hay y habrá luchas y conflictos, pero nos orienta hacia dónde dirigir nuestros esfuerzos para sacar las cosas adelante y según Dios. Y habla con claridad de ese corazón humano que alberga ambición, afán de placer, que pone a la luz rivalidades hasta acabar con los que pueden hacernos sombra. Tengámoslo en cuenta: se puede “asesinar” al otro ninguneándolo, tirando por tierra su fama… y tantas otras maneras que seguro que vienen a nuestra imaginación. Sin embargo, hay una sabiduría que Dios quiere regalarnos para obrar según Él, y con justicia. Acojámosla.
La dulzura de María al pie de la Cruz, viendo cómo matan a su Hijo, es punto de referencia seguro.