DOMINGO XXVI T. ORDINARIO C. 2022
Ahora que se habla tanto de la globalización, solo parece existir un objetivo global: la sociedad del bienestar y la comodidad personal. ¡Qué engañoso resulta esto! En esta dirección hay un predominio del yo, y se hacen las leyes, las normas y se ejerce cualquier autoridad para imponer los intereses propios, de la ideología o del partido. ¿Dónde queda la capacidad de pensar en el otro, de no avasallar a nadie, de hacerse cargo de los problemas de todos, no solo de los afines? Cada cual a lo suyo, y a vivir bien metidos en el propio cascarón. El otro me importa relativamente, según mi conveniencia. Así qué fácil es caer en el sálvese quien pueda. Qué fácil es que prime un “ideal de la avalancha”: si hay una sola puerta para salir, todos correrán y darán empujones para salir antes.
La 1ª lectura es bastante clara: “hay de aquel que busca seguridades, de los que se sienten confiados”. Tener como punto de referencia único el propio yo, hace que, ante cualquier debilidad, todo lo que habíamos levantado se venga abajo. ¿Por dónde ir? San Pablo nos lo dice en su carta a Timoteo: combatir el noble combate de la fe, ponerse en marcha. Que no quede por nuestra parte.
¿Cómo? Nada de conformismos, vivamos de Dios. El bien, la vida con sentido, el seguimiento de Cristo no está solo en no hacer cosas malas, sino en luchar por hacer cosas buenas. Eso implica un batallar claro contra el pecado. Sin olvidar el pecado de omisión que, a veces, puede hacer mucho daño, porque supone una inconsciencia culpable, supone el estar tan pendiente de ir cada cual a lo suyo, que no reparemos en que los otros también existen y necesitan atención, apoyo, cariño.
Quizá en ocasiones vemos que hay en nuestra vida problemas, situaciones que son dolorosas, encrucijadas que nos desconciertan sin saber por dónde tirar. La solución no es replegarse sobre uno mismo. La solución empieza cuando aparcamos nuestro yo, saliendo de nuestros refugios, porque no queremos que nadie nos moleste. Acabaríamos cociéndonos. Se trata de otra cosa: ser capaces de abrirnos a los demás, que es la manera más concreta de ayudarnos a nosotros mismos.
Miremos todo lo que hay a nuestro alrededor. No es verdad que seamos los únicos que tienen dificultades, problemas serios, o que lo pasan mal. ¡Cuántas personas están heridas, machacadas y todavía les queda aliento para sonreír, ilusión por salir adelante! Nos refugiamos mucho en el victimismo, para que estén pendientes de nosotros y eso nos hace daño. Descubrir a Dios en los demás es un camino de luz. Sin ser teóricos: alguien decía en una ocasión que tendríamos que hacer voluntariado en la propia casa. ¿Allí sonreímos, escuchamos, les hacemos la vida agradable?
1. Un rico sin nombre. Se ha hablado del rico como Epulón, pero ese nombre no aparece en el Evangelio. Se alude a él de un modo genérico: un hombre rico. Cuando uno está tan pendiente de sí mismo que no se da cuenta de otra cosa, acaba perdiendo su identidad. Yo ¿para quién soy? soy para Dios, soy para los demás. Dios nos ha hecho singulares, hijos queridísimos, pero eso no implica que solo existamos nosotros. No pretendamos ser los que van por delante siempre y detrás los demás. Dios ama a todos. ¡Cuánto podemos aprender los unos de los otros! Comprendiéndonos.
2. Un pobre con nombre propio. Es también curioso que el pobre sí tiene un nombre personal: Lázaro. La misma raíz que Eleazar. ¿Y qué significa? Dios ayuda. Materialmente es un hombre pobre porque no tiene nada. Pero es afortunado y está lleno por dentro, porque tiene a Dios. Es la suya una soledad iluminada. Una riqueza interior que colma más que si tuviera inmensas posesiones. Con cuánta delicadeza lo tratan los ángeles, que son sus aliados. No se queda con las cosas de aquí abajo porque lo que verdaderamente vale son las del cielo: gozar de Dios y de los bienaventurados.
3. Mirando a Dios y a los demás. Mirarnos a nosotros mismos es algo que nos marca demasiado.
Pregúntate: ¿cuánto tiempo paso delante del espejo? ¿Cuánto tiempo durante el día pienso en mí, me dedico a mí y a mis cosas? Las soledades se dan también cuando estamos rodeados de gente. Muchas veces la actividad, el ritmo frenético nos impide pensar en lo que merece la pena, pero cuando paramos nos da vértigo y nos buscamos muchas actividades que no llenan, porque la diversión por la diversión acaba aburriendo. ¿No te parece que María puede encontrarte un atajo?