DOMINGO XXVIII T. ORDINARIO C. 2022
De un tiempo a esta parte, se habla mucho, cada vez más, de derechos. Unos derechos en un aumento constante. Y ¿por qué? ¿Qué se pretende con eso? No parece que sea descubrir la grandeza del hombre, reivindicando su dignidad, lo que está detrás de todo es otra cosa bien distinta: es la imposición de la ideología dominante que se quiere adaptar a los deseos, más que a las necesidades. Hay en ello una búsqueda del propio yo, porque se quiere configurar la sociedad a mi imagen y semejanza. Se intenta imponer la plantilla de una visión muy parcial del hombre y del mundo, acomodada a los intereses de un grupo y, a partir de ahí, todos absorbidos por esa mentalidad que domina y arrolla como un tsunami. Se gobierna y se legisla para mantener el poder y no tanto para el bien de todos. De esta forma la sociedad se polariza: no importa tanto el bien de la mayoría, sino ocupar el sitio, en confrontación con el otro. Es el quítate tú que me pongo yo.
Hoy, más que nunca, hemos de pedirle a Dios que nos dé libertad interior para distinguir bien las cosas, lo bueno de lo malo, lo que es para mi propio provecho y lo que aprovecha a todos. La imposición del propio yo da lugar a una sociedad rota en pedazos, porque cada uno irá a lo suyo, sin que la verdad auténtica prevalezca. Así las cosas, no puede sorprender que fomentemos un mundo reivindicador, en constante búsqueda de nuevos derechos que se incrementan (aborto, eutanasia, elección de sexo…), mientras se pasan por alto nuestros deberes concretos, que se olvidan. Esto ¿qué implica? Que las personas buscarán a toda costa el recibir y se olvidarán del dar.
Parece que hubiera dos posibles opciones y una única solución para dar una respuesta buena:
1. Anclarse en uno mismo. Es no darse cuenta de que los demás también existen, sin que nos importe lo que ocurre a nuestro alrededor, porque acabamos embarcados en defender lo propio, a costa de lo que sea. Mira uno a un lado y a otro, y ¿qué ve? El egoísmo que defiende y busca, venga o no a cuento, lo que uno cree merecer, que es… todo. ¿Eso construye? No. Lo que hace es dispersar.
2. El olvido de sí para abrirse a los demás. Es ponerse, de manera clara, a favor de los otros, estar pendiente de ellos, para aportar todo aquello que puedan necesitar, poniendo en marcha la generosidad. En definitiva, hacer eco al Señor: “hay más dicha en dar que en recibir”. Al final de la vida ¿de qué podemos enorgullecernos? De lo ofrecido a los demás: “solo tengo lo que he dado”.
3. ¿Una sociedad del yo, o una sociedad del tú? O al menos del “nosotros”… No somos islas solitarias e incomunicadas en medio del mar. Hemos de ser puentes que unen. No estamos hechos para estar aislados los unos de los otros, estamos hechos para apoyarnos y querernos. Hemos de reivindicar más lo que une que lo que separa. La unión entre nosotros es lo que nos dará la fuerza.
Tenemos por delante el reto de no entrar en la misma dinámica de aquellos a los que quizá criticamos. Veamos a Dios como quien es. No es el recurso que tengo siempre a mano porque, según se podría pensar, me da lo que le pido, e incluso tiene la obligación de dármelo. Es una manera peculiar, y un poco utilitarista, de contar con Él. Pero puede uno tratarlo también con esa confianza plena, que es sentirse hijo, sentirse amigo y, en definitiva, de sentirse amado por Él. ¡Qué gozo!
Un Dios al que buscamos porque es útil, porque es un “apagafuegos”, nos lleva tarde o temprano a la frustración porque le pedimos y quizá no esté a la altura de nuestros deseos. ¿Qué haremos entonces? ¿Se lo echaremos en cara o le dejaremos plantado, porque no nos sirve? Suena mal ¿no? Apostemos por lo otro: abrir una corriente de c ariño que no solo nos lleva a pedirle que nos comprenda y ayude, sino que tratamos de comprenderlo también nosotros a Él y le damos la oportunidad de que haga en nosotros no tanto lo que nos parece mejor, sino lo que a Él puede parecerle conveniente para que maduremos en el amor, y sea, por tanto, para bien de nuestra alma.
Estamos muy acostumbrados a pedir, pero no tanto a agradecer lo que Dios nos da. Él es Padre de misericordia: siempre tiene su mano tendida. Aprendamos a ser agradecidos. Los padres tratan de inculcar eso a sus hijos. Ante un regalo les animan: “¿cómo se dice?” Y el niño se acostumbra a lo que hay que responder: “Muchas gracias”. Eso hace María, Maestra en la escuela del agradecer.