DOMINGO XXVIII T. ORDINARIO A. 2023
El mundo, muchas veces, se mueve por consignas. Cuando hay que ofrecer una respuesta por parte de un grupo se utiliza un “argumentario”. ¿Qué es eso? una especie de falsilla de la que no hay que salirse para defender o poner en valor una cuestión, o contrarrestar la opinión contraria. Se cuida mucho la comunicación para convencer, para hacer creíbles las posturas de fondo que se defienden. Detrás de ello no tiene por qué haber una mala intención. En ocasiones, se proponen cosas válidas y es muy bueno presentarlo con convicción para que se entiendan. Pero hay que tener claro el punto de partida, el camino que se sigue y la meta a la que se quiere llegar. Y, si hemos de dar nuestro apoyo a algo de esto, ha de partir del Señor como su fuente y tender a Dios como su fin.
¿Y cuál es la garantía? ¿Dónde nos apoyamos? En el Evangelio. En la Palabra de Dios hecha carne, en Nuestro Señor Jesucristo, en todo aquello que, siempre y en todo lugar, es acogido por nuestra Madre la Iglesia. A ella le ha dado el Señor el encargo de enseñarlo y lo ha hecho vida la santidad de sus hijos a lo largo de la historia. Somos hijos de Dios, hijos de la Iglesia que nos guía, a veces en las agitadas aguas de un mundo que no siempre quiere seguir los pasos que marca el Señor.
En la Iglesia caben todos, pero no cabe todo. La tolerancia es un valor importante, pero eso no implica dar el visto bueno a cualquier cosa. El corazón de Cristo es grande y acoge al pecador, pero no transige ante el pecado. El pecado, no se nos puede olvidar, es nuestro principal enemigo porque nos aparta del Sumo Bien que es el Señor. Pecar no está legitimado, no es nunca una opción y mucho menos una solución, porque es la negación de Dios y Dios no puede negarse a sí mismo. Recibir una afrenta y ser víctima no legitima a la venganza, al odio, a querer que el otro pase por el mismo dolor que él ha causado. Una injusticia no se justifica haciendo otra injusticia…
Nuestro Señor Jesucristo ha venido a superar el ojo por ojo y diente por diente. La justicia es un valor, pero no nos puede convertir en justicieros. El amor, la misericordia, han de ser, en todo momento, compañeros de camino… Pero no están reñidos con la verdad y no pueden servir como excusa para hacer cosas arbitrarias, acomodadas a mi visión de la jugada y sin tener en cuenta el bien de todos y cada uno: he de procurar siempre ese bien que está en la entraña de Dios.
1. Somos hijos de Dios, herederos del cielo. El Señor nos quiere felices, y ese deseo suyo no es solo para que se cumpla en la vida eterna, es para iniciarlo aquí abajo en la tierra. Sí, Dios quiere que convirtamos la tierra en un cielo anticipado, sembrando el bien, mostrando con caridad la verdad, dando alas a una belleza que nos habla del creador y sus obras magníficas. Jesucristo ha venido a la tierra para salvarnos, para darnos todo eso, y hacer realidad, ya aquí, el Reino de Dios.
2. Hemos de luchar en cualquier circunstancia. No existe una existencia sin problemas. Una vida regalada donde todo se convierte en un bonito desfile y todo sale a la perfección. El apóstol S. Pablo, que sorteó todo tipo de dificultades en su seguimiento a Cristo, nos lo recuerda: “Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy avezado en todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Es posible. Hagámoslo así nosotros.
3. “El que te creó sin ti no te salvará sin ti”. El Señor no escatimará esfuerzos para ayudarnos a sacar adelante todo lo que sea preciso. Pero… hay una salvedad: nosotros hemos de colaborar con Él para que pueda obrar en nosotros y a través de nosotros. El Señor llama a nuestra puerta para que le abramos. El Señor mendiga nuestra colaboración para que sus deseos de paz, de alegría, de amor verdadero, se hagan realidad en el mundo. ¿Estoy yo dispuesto a hacerle eco, a implicarme?
Podemos pensar que, con tantos problemas como hay por todas partes, lo que yo haga o pueda hacer es una insignificancia… Pero no es así.
No hay cosas grandes o pequeñas, solo hay cosas hechas con amor o sin amor. Y el amor, la unión con Dios para seguir sus pasos, es una auténtica bomba de bien que, contrariamente a la devastación de las bombas de los hombres, construye la paz en los corazones, es lo que instala de verdad la paz entre los grupos y las naciones. Es tiempo de no desfallecer y tirar del carro cada uno en lo suyo, aunque sea poco. Es a lo que nos invita María.