DOMINGO XXX T. ORDINARIO C. 2022
Cuanta más necesidad hay en nosotros, Dios está más dispuesto a ayudar. Hay lugar para la esperanza. Pero nuestra petición no puede apoyarse en los propios méritos, como si esas obras nos dieran derecho a la intervención de Dios. Los dones de Dios, no lo podemos olvidar, son un regalo inmerecido que Él nos ofrece gratuitamente. No tenemos que pagar un peaje. Pero aprendamos a pedir: nuestra petición ha de brotar, ante todo, de un corazón pobre, enamorado y humilde.
Seamos claros con nosotros mismos, audaces al pedir, y digámosle con total confianza: “Mira, Señor, necesito de Ti. Aunque a veces pueda creerme alguien, que hago todo muy bien, sé que las cosas no van en esa dirección. Aunque pueda creerme especial, con un camino andado de fidelidad y de hacer bien las cosas, sigo siendo débil. Sí, Señor, esa es mi condición: ‘soy como los demás’. También yo caigo en eso que veo en los otros y me lleva a la crítica, a hacer juicios negativos. Lo reconozco: estoy hecho de la misma pasta que ellos. Soy muy débil y muchas de mis actitudes, mi modo de pensar y actuar en el día a día, no son precisamente modélicas. Tropiezo y peco como los otros, no soy mejor que ellos. Tendría que decir: ten piedad de mí porque soy como los demás”.
Hay índices que lo demuestran. Cuando rezo, cuando considero mi relación con Dios, ¿a quién le doy el protagonismo? ¿Quién es el que está en el centro de mi oración? ¿Dios o yo? Seamos sinceros: de forma bastante habitual, cuando rezo soy yo el que se pone por delante, el que hace girar todo en torno a mí, y busco que el Señor se ajuste a mis deseos. No pongo a Dios como centro de mi pensar, de mi hablar, de mi sentir. Con frecuencia, de forma consciente o inconsciente, tiendo a poner mi yo por delante y, aunque me duela decirlo, acabo convirtiendo a Dios en comparsa.
Pero no. No convirtamos al Señor en deudor de nuestras obras buenas. En nuestro interior puede latir algo parecido a esto: “mira, Señor, como he sido bueno, como he hecho todo según lo prescrito, tengo derechos adquiridos ante Ti y, por tanto, no puedes negarme lo que te pido, ¿no te parece que si hicieras eso serías injusto…? Me lo he ganado, mi trabajo me ha costado, ahora eres Tú el que tienes que responder, no me dejes en la estacada…” Sin exagerar, pero ¿no convertimos nuestra oración a veces en algo interesado? Hagamos de ella un reconocimiento del amor de Dios, un agradecer constante al Señor porque es grande, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Con Él no valen exigencias, sería ponernos por encima, y solamente Él es digno de toda la gloria. Nadie más. La verdadera santidad no va por ahí, pasa por un saber postrarse ante Él, vernos a nosotros como somos, y verlo a Él como es. Presentémosle nuestra pobreza, seamos humildes.
Purifiquemos nuestra oración, para que brote de un corazón pobre, enamorado, humilde.
1. Corazón pobre. La pobreza de espíritu es una bienaventuranza. No una pobreza material, sino el reconocer que la verdadera riqueza viene de Dios, porque es Él el que me da todos sus dones, el que me llena de su presencia, el que me da la luz para percibir con claridad las cosas según su criterio, según su beneplácito. Es Él el quien me dará la fuerza para afrontar todo con su ayuda.
2. Corazón enamorado. Dios está arrebatado de cariño por nosotros y quiere que dejemos que el fuego de su amor prenda en cada uno: “he venido a traer fuego a la tierra y qué deseo, sino que arda”. Amor con amor se paga. El que ama aprende a olvidarse de sí mismo para darse, aprende a sentir con el Corazón del Amado. No cuenta el interés sino el cariño. Nuestra vida es vivir para Él.
3. Corazón humilde. “La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino”. El Señor no puede ser el interlocutor de un corazón arrogante. La amistad con Dios no es una obligación, es un modo de vida. Ante Él se dobla toda rodilla. No busco la satisfacción del cumplir por cumplir, sino hacer de mi vida una alabanza continua al Señor. Tan solo cuenta Él.
“Corazones partidos yo no los quiero, que si doy el mío lo doy entero”. Con el Señor no vale el cálculo, no vale ponerle condiciones, no vale presentarle nuestro plan de peticiones y necesidades para que Él ponga su firma. Vale decirle con sencillez: aquí me tienes, Señor, me pongo a tu completa disposición, haz de mí lo que quieras. ¿No es eso lo que hizo, en definitiva, Nuestra Madre la Virgen?