DOMINGO XXX T. ORDINARIO A. 2023

En una ocasión, un sacerdote joven fue invitado por otro sacerdote más entrado en años para que predicara en una fiesta. Y aquel hombre, comenzó su homilía diciendo que venía de estudiar unos cuantos años en una universidad de relumbrón, y quería hablarles del amor… Al oírlo, el sacerdote mayor se puso en pie con rapidez y, sin dejarlo continuar, empezó a rezar el credo. Cuánto nos cuesta hablar del amor con profundidad, sin miedo, ajustándonos a la verdad de Dios que ama.

El amor no es algo que deseo y recibo, no es únicamente un encuentro en el que dos personas se ponen de acuerdo en intereses comunes. El amor es, ante todo, entrega. Es un poco (o un mucho) morir a uno mismo para vivir para los demás. Reside en dar, en hacerse don para el otro. 

Abriéndonos camino, Cristo ama. Y hoy, como ayer, queremos ponerlo a prueba, buscarle las vueltas. Acorralarlo. Lo asaltamos para ver si es capaz de hacer frente a nuestras objeciones. ¿El principal mandamiento? Eso, Señor, respóndeme: ¿Qué me pides? ¿En dónde puedo yo apoyarme para partir de ahí como referencia? Buscamos las recetas, el sota, caballo y rey que responda a mis intereses, que me coloque en mi sitio, que es ir siempre por delante. Y el Señor nos dice que no, que nos dejemos de florituras y vayamos a la esencia. Al amor. Se trata de amar, amar mucho y bien. 

1. Con el pálpito de un corazón enamorado. Tengo capacidad de amar. Dios me la otorga. No quiero hacer dejación de ello. Capacidad que no me guardo, ni la oculto en mi interior para que nadie me moleste. Abro mi corazón para darme y que los demás se beneficien de mí. Es lo que hacen las madres (y los padres). Es algo que tiene su origen y punto de referencia en la paternidad de Dios. Él despliega, generosamente en nosotros, todo su amor. Y lo da en abundancia, sin reservarse nada. Es el Padre que nos da a su Hijo, entregado por nosotros hasta el final. Se abre así caudal de cariño sobreabundante entre el Padre y el Hijo que nos hace rebosar de esperanza. Es ese amor mutuo: el Espíritu Santo, el que santifica y nos llena de paz, de vida abundante. Y quedo lleno, de tal manera, que puedo decir, con San Pablo: “no soy yo, es Cristo que vive en mí”. Soy de Dios, vivo de Él, con Él y para Él. ¿Qué más puedo pedir? Recibo su amor, lo hago esencia de mi existencia y lo regalo.

2. En espíritu y en verdad, es decir con toda el alma. El amor verdadero es un don y es, al mismo tiempo, una tarea. Es un don que yo recibo del Buen Dios como un gran regalo que me habilita para no quedarme como “enmimismado”por dentro, sino para darme a los otros, concretando esa vocación que Él me otorga de “ser para los demás”. No es ese “amor sin sustancia” que nos propone el mundo, un amor que se reduce a un intercambio vacío de intereses mundanos. No es el amor que se confunde con lo meramente físico. Porque va más allá… Se abre a tantas otras dimensiones que le dan hondura. El amor es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no lleva cuenta de los agravios, se alegra con la verdad, fomenta lo bueno. Es capaz de sacrificarse por el otro, solo quiere su bien. Es un amor hecho de paciencia y de alegría interior, porque no se busca a sí mismo. Es un amor que tiene su referencia en Dios, de Él parte y a Él remite como su meta.

3. Con la mente clara y sin hacer trampas. Y eso ¿en qué consiste? En poner ese amor por encima de cualquier otro interés. Y ¿cuál es la prueba de que el amor es auténtico, limpio, lleno de luz y entrega? La cruz. El amor se muestra en la cruz, en ese entregarse de tal manera por el otro que no soy indiferente a su dolor, y no me importa ofrecer mi sufrimiento para que él sea feliz en plenitud. No hay amor más grande que el de dar la vida por los amigos. Digámoslo otra vez más: el amor de Cristo es prototipo, porque nos salva. Se hace salvación para todos y cada uno. Es un amor que no se atrinchera en el sentimentalismo, en lo divertido de la vida, abandonando lo molesto.

Y sale adelante, porque, como nos dice San Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado.” Y se convierte así en reto de amor: nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios. ¿Estoy dispuesto a amar así? ¿Sin peros…?

Atrayente ¿verdad? Sí. Pero ¿no lo convertiremos en un ideal bonito y poco “aterrizado” en el día a día…? Miremos a María. ¡Qué bien comprendió ese amor! ¡Ella nos ama y nos enseña a amar!

Lecturas y homilía. XXX Domingo del T.O. Ciclo A