COMO EL CIEGO DE JERICÓ. OCTUBRE 2024
A veces vemos nuestra existencia como si estuviéramos dentro de un túnel en el que parece que no hubiera luz al final. Desconcertados y a tientas, sin pisar sobre seguro. Quizás con una visión selectiva de lo que hay a nuestro alrededor y dentro de nosotros. Señor guíanos, sácanos de esta niebla espesa.
1. Lo que yo quiero ver. Nos ha pasado a todos: no he estudiado, suspendo el examen, y la culpa es del profesor que es injusto. Nuestra visión de la jugada que quisiera reinventar la realidad para salir airosos de situaciones complicadas. A partir de aquí, no nos importa dar la vuelta al Evangelio. Donde Cristo dijo: “la verdad os hará libres”, le enmiendo la plana y me invento eso de que “la libertad nos hará verdaderos”. Pero yo no decido cuál es la verdad. Mil mentiras juntas, por mucho que me empeñe, no pueden construir una sola verdad. Sin embargo, algunos parecen decididos a recrear el mundo según sus criterios, echándole un pulso al Creador. Y ¿qué pretendemos? ser nosotros los que quieren ocupar el lugar de Dios, erigiéndonos en dueños y señores de la creación, cuando somos solamente los que la administran. Y luego pretendemos salvar un mundo que nosotros mismos hemos corrompido. Salimos a defender la comodidad de los pollos porque están apelotonados en sus granjas, porque somos muy ecológicos. Y, luego, no salimos al paso de esas familias que, cerca de nosotros, están en el umbral de la pobreza. Hambre, por un lado, y tirar la comida por otro. Vemos solo lo que queremos ver, manipulados por un mundo que oculta la verdad y nos tapa los ojos para no distinguir las cosas.
2. Lo que no quiero ver. Cuánta razón lleva dentro la expresión: “No hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo que el que no quiere oír”. Somos a veces como el avestruz, presentimos un peligro y ocultamos la cabeza debajo del ala. Al pedir perdón al Señor nos acusamos de los pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión. Antes de hacer algo malo nuestra mente lo piensa. Las palabras son a veces tan hirientes… Y las obras malas tampoco hay inconveniente en admitirlas. Pero ¿Y los pecados de omisión? Es consentir el mal, pasar por alto las cosas, no darle importancia a lo que la tiene. Es ese encubrimiento que nos lleva también a hacer la vista gorda en cuestiones graves que afectan a las personas. Ese manto de silencio cómplice que hace que se debiliten las relaciones entre unos y otros y se acabe en esa impunidad donde parece que todo vale. No puede exaltarse esa libertad libertaria que parte de uno mismo y acaba en uno mismo, sin tener en cuenta al otro. Hemos de respetar las libertades ajenas para no entrar, como un elefante en una cacharrería, en el ámbito que solo pertenece al otro. Voy a lo mío, guardándome las espaldas. Y… soy egoísta. Por eso no comprendo al otro porque el propio yo se erige como único punto de referencia. Y no. Yo no soy la medida de todas las cosas.
3. Lo que Dios me hace ver. Antes incluso de hacer alusión a Dios, no podemos pasar por alto que hay (o debe haber) en nosotros ese Pepito Grillo, esa voz que nos hace ver lo que está bien y nos anima a hacerlo, y lo que está mal y nos invita a evitarlo. Es una voz que se puede oír con agrado o con fastidio. Hay cosas que nos apetecen mucho, pero sabemos, o intuimos al menos, que no están bien, y ¿qué hacemos? Apartarnos, aunque sea a regañadientes, o hacerlas porque nos da la gana. Si no nos arrepentimos, nos queda justificarnos con excusas o, sencillamente, defender que para mí esto es algo bueno y así me evito tener que dar cuenta de mis actos. Hemos olvidado la voz de la conciencia, que es el susurro y a veces el grito de Dios en nuestra alma, para discernir las cosas, distinguiendo la verdad de la mentira, el bien bien del mal, llamando a las cosas por su nombre, sin engañar ni engañarnos. A veces parece que hay una especie de complot para “asesinar la conciencia”. ¿Y eso nos tranquiliza? Lo que hace es volvernos fríos o cínicos, pero, a la corta o a la larga, termina pasando factura. Hoy, más que en otras ocasiones tenemos que hacer lo que hizo el ciego del Evangelio: reconocer el paso de Dios por nuestra vida, dar el salto y entrar en el camino auténtico, tirando lo que estorba. “Señor que vea”.
María, Madre mía, echa fuera mis tinieblas, pon tu claridad que brille en mí. Sé Señora de la Luz.