La escena que nos describe el Evangelio de hoy está llena de esperanza. Aquel hombre, Bartimeo, lleno de pobreza y ciego es la imagen del alma humana. Está desamparado, abandonado a su suerte, fuera del camino, sin otro horizonte que la ayuda que puedan prestarle los que pasan. Pero está atento a lo que ocurre a su alrededor y, cuando se entera de que está cerca aquel rabí que ya empezaba a tener fama, no quiere perder la oportunidad: grita para llamar la atención de Jesús y evitar que pase de largo. El Señor, que siempre está atento a lo que podamos pedirle, lo escucha, se detiene y, aunque quieran disuadirlo de llamar la atención, acabará salvándolo de sus angustias.
Cuando queremos que Dios obre en nosotros y lo increpamos, siempre habrá quien quiera callarnos la boca. El mundo quiere silenciar los gritos de los necesitados, quizá solo le interesan los sonidos que no comprometen. No es esa la actitud de Dios, que escucha siempre. Y ¿qué le pide ese ciego a voz en grito? Pide compasión, pide que el Señor se haga cargo de su limitación, que acuda en su ayuda. Ojalá que esa certeza se haga viva en nosotros: Jesús no es indiferente, ni a esa ni a ninguna otra voz que busque aliento, esperanza, luz para ver con claridad. Él escucha y llama.
Sigamos aprendiendo de aquel ciego que, sin respetos humanos ni formalismos, suelta el manto, lo único que debía tener para protegerse al menos del frío y da un salto, no puede pararse quieto y se pone ante el maestro ¡Qué delicadeza la del Señor! Sabe lo que necesita pero, aun así, le pregunta qué quiere: “recobrar la vista”. Jesús, entonces, le da más de lo que pide. El evangelio no dice que le curó la vista, sino algo que es más importante: lo salva. Le regala la salvación: de su pobreza, de su precariedad, de no tener a nadie. Solo después de esa transformación interior, puede recuperar su falta de vista. Reconoce completamente a Jesús, ya ve claro. Y lo sigue
1. No tengamos miedo a gritar ante el Señor. ¿Estás desolado, triste, acorralado por la vida? No te quedes callado. Acude al Señor con confianza. Grita, y no porque Dios no te oiga, sino porque somos nosotros los que no nos oímos. Demos ese paso al frente porque estamos tan metidos en nosotros mismos que no nos salen esas palabras de socorro que nos hacen reconocer nuestra precariedad. Decir los pecados en la confesión, sin falsos pudores, ayuda tanto… El silencio nos aprisiona y por eso hemos de gritar con sinceridad: es una manera de mostrar que estamos vivos.
2. Hagamos una experiencia profunda de humildad. Reconocer nuestra poquedad, nuestras carencias y debilidades es necesario para poder caminar en la luz, y abandonar la oscuridad de un mundo que parece engullirnos. Qué complicado resulta, porque estamos enfermos de suficiencia y nos parece que no necesitamos nada ni a nadie. El anhelo de felicidad lo ponemos tantas veces en las cosas del mundo… Tenemos todo a nuestra disposición y suponemos que con eso es suficiente. Pero no es verdad. Nos engañamos. Tarde o temprano nos encontramos con nuestras carencias.
3. Hemos de dar el salto desprendidos de nosotros mismos. Fuera apegamientos, o crearnos falsas necesidades: son obstáculos, muros que nos impiden dar el salto hacia Dios. ¡Cuántas veces, aparece la frustración, porque constatamos que no lo podemos todo, y la felicidad se escapa como agua entre los dedos! Lo que necesitamos es el dedo de Dios que nos libere de andar a ciegas algo que dé sentido y luz a nuestra vida. Y esa es la fe en Dios. Reconocer el señorío de Cristo y ponerlo todo a sus pies. Reconocer que Él es el único que nos salva de todo lo que hace de nosotros esclavos.
No hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo que el que no quiere oír. Nuestro orgullo, nuestra soberbia nos imposibilita abrir los ojos y no vemos. Nuestra vanidad, nuestra arrogancia nos cierra los oídos. Y aparecemos en medio de un mundo hostil, derrotados incluso antes de luchar, heridos que se quejan pero no terminan de dejarse sanar por Dios. Y así nos va.
Confiemos.
La fe no encorseta, nos libera. No somos los que construyen la esperanza, es más bien un regalo que Dios nos ofrece cuando confiamos en Él. El amor no es tener la voluntad de querer y que nos quieran, es un don que se recibe y que llega a plenitud cuando se ofrece gratuitamente a los demás. Piensa uno en María: es la mujer por excelencia que da a luz al Salvador, y quiere, a nosotros sus hijos, darnos a luz a la fe, al amor, a la esperanza. Vamos a dejarnos.