DOMINGO XXXII T. ORDINARIO C. 2022

Las lecturas de la misa de hoy nos hablan de resurrección. No es una palabra ajena a nosotros, al rezar el Credo en la Misa decimos que creemos en la resurrección de la carne. Hacemos un acto de fe. San Pablo nos lo recuerda: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Son palabras que han de resonar en nuestro interior, porque nos dan la clave de nuestro vivir cristiano. Sin embargo, para algunos es como hablar de un cuento para niños chicos. Algo lejano e incierto, abstracto y con poca entidad real: lo que valdría es lo de aquí abajo. La Buena Noticia que nos sostiene en nuestra fe nos dice con claridad: hemos sido salvados por Cristo, que se ha hecho hombre por nosotros, se ha entregado, muriendo en la Cruz, y ha vuelto a la vida para abrirnos el camino del cielo. Eso nos sostiene y nos alienta. No te dejes robar la eternidad. No te dejes robar la esperanza, amarrado a lo terreno. Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, todo lo demás se resuelve en vacío y nada.

Pidámosle fe al Señor. Cuando no hay fe, aparece el yo: la vida se la organiza uno, el mundo es el entorno que sirve de marco al propio existir y tiene el sentido que cada uno le da. La vida sería algo a mi imagen, y la muerte y lo que hay detrás de la muerte… Bueno, en un mundo global, donde hay tantas ideologías, tantas culturas y modos de asumir la propia existencia, no es extraño que el afán de novedad y la búsqueda de soluciones que encajen en mi propia manera de ver las cosas, lleven a buscar otras alternativas lejos del ámbito de la fe. Las teorías se pueden multiplicar y aparecen “soluciones” que llaman a confusión, y que van difuminando lo que es la persona, 

Nuestra vivencia del amor a Dios no deja de apoyarse en una fe que lucha para vivir a Dios, vivir en Dios y vivir para Dios. Pidámosle al Señor que nos fortalezca siempre en ese camino.

1. La fe no es cerrar los ojos, es abrirlos para llegar más lejos. Para algunos la fe en Dios quizá la ven como propio de personas ancladas en la inmadurez, con poca proyección de mente y de corazón. ¿Qué valdría? lo del mundo, lo que se puede tocar, lo que puede explicarse con la ciencia. La vida sería lo tangible y lo demás poco consistente. Se diría que la muerte y lo que hay después, si es que hay algo, sería otro cantar. Habría que ver. Y, sin embargo, hay en el hombre una sed de lo eterno, de perdurar en el tiempo, más allá de lo meramente material. Abrámonos a la esperanza.

2. El hombre no puede vivir sin una esperanza cierta. Quizá nos quedamos sobrecogidos por todo el mal que vemos en el mundo. Y podemos instalarnos en una especie de pesimismo vital, porque parece que no somos capaces de solucionar los problemas que nosotros mismos hemos creado. Hay injusticias, hay situaciones que nos dejan desconcertados, porque nos muestran hasta donde puede llegar el hombre. Nos preguntamos ¿es posible que todo se quede ahí? Pero no es así: Dios sale al encuentro de sus hijos, nos sostiene y alienta, es Justo Juez que dará a cada uno lo suyo.

3. No nos dejemos llevar por soluciones engañadoras. No es extraño, cuando se tiene una fe débil que, para explicar lo que hay tras la muerte, se recurra a respuestas que “suenan bien” porque ponen en primer plano la naturaleza, soluciones que se buscan en del Oriente, o en explicaciones esotéricas. Un hijo de Dios no puede dejarse engañar por estos modos de ver las cosas. Si tenemos una fe verdadera no podemos elegir entre una variedad de posibilidades lo que se acopla más a nuestras ideas. Sería una fe a la carta donde la verdad no tendría importancia. Y la verdad es Jesús.

Es un engaño dar excesivo protagonismo a la naturaleza: puede llevar a un panteísmo, todo sería Dios, o se le asimila, pero si todo es Dios nada es Dios. Eso confunde, porque hemos de diferenciar la criatura del Creador. Engaña creer que existe la reencarnación, que uno vive distintas vidas: eso va en contra de nuestro ser personal, no seríamos únicos y lo más genuino nuestro, que somos hijos de Dios, quedaría disuelto en la nada. Todo eso nos devalúa como personas. Estamos hechos para el cielo, somos únicos y redimidos por la Sangre de Cristo y cuando actuamos así, según nuestro ser, llenos de Dios y encaminados a Él, tenemos la plena dignidad para la que hemos sido creados. María, Reina de cielos y tierra nos mira, nos ama como hijos suyos que somos, y es la mejor intercesora para estar en un siempre con su Hijo. Nos espera en el cielo.