DOMINGO XXXIII T. ORDINARIO A. 2023
Están las cosas como para tirar cohetes… Miramos con desconcierto lo que está ocurriendo en el mundo, en nuestro país y no damos crédito a lo que vemos. Es como estar en medio de una erupción volcánica: un río de lava ardiendo que arrasa todo lo que va saliendo al paso. ¿Pero qué puedo hacer yo ante todo esto? Nos sentimos tan pequeños, tan poca cosa: es como salir al encuentro de un gran ejército bien armado con… un tirachinas. Es todo tan desproporcionado, tan desigual. Sin embargo, somos capaces porque tenemos a Dios. No olvidemos nunca esa frase de San Pablo: “si Dios está con nosotros, quién estará contra nosotros”. Nos salvará la fe, la plena confianza en Dios que no nos dejará a nuestra suerte: “Te doy, Señor, todo lo que soy y todo lo que tengo”.
El Señor se pondrá de nuestra parte. Pero seamos fieles. Confiemos en Él. Al principio de la misa, el sacerdote se dirigía a Dios en nombre de todos: Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. No lo dudemos, no estamos huérfanos. ¡Somos hijos de Dios!
Por eso estamos, Señor y Dios nuestro, a tu disposición, preparados para lo que nos pidas, con ese deseo ardiente de no venirnos abajo. Tú has vencido al mundo. Y nos darás lo que necesitemos. Confiamos en Ti. No son nuestros esfuerzos, sino tu gracia. Te ofrecemos nuestra fe. Sin olvidar que eres siempre muy generoso con nosotros y eres Señor de la Historia. Danos tus valiosos talentos a manos llenas. No nos preocupemos si nos da más o menos que a los demás. No da a todos lo mismo, pero el asunto no está en eso, en compararnos con los otros para ver si salimos o no ganando, si nos deja ir por delante o vamos por detrás, la cuestión estriba en ser agradecidos al recibir lo que nos da y, por nuestra parte, ser también generosos a la hora de dar. Somos su voz en un mundo donde hay muchos ruidos que su Palabra apagará. Somos sus manos que levantarán lo derruido.
Dios es un Padre Bueno y solícito que no nos abandona a nuestra suerte. Nos ama con un amor de predilección y quiere salvarnos. Esa salvación única a través de un amor incondicional. ¡Se ha entregado por nosotros en la Cruz, y ha derramado su Preciosísima Sangre! Así es como nos libera del peso de todo aquello negativo que nos salga al encuentro y nos impide avanzar: nuestras limitaciones y pecados. Pero no solo nos quita lo que nos sobra, es que además nos regala y aporta lo que nos falta, lo que no podemos conseguir por nosotros mismos. Somos sus hijos queridos.
1. Nos da una meta para no despistarnos: el cielo. Cuánta gente que no sabe a dónde ir, que tiene como objetivos ideales mundanos, perecederos, que no dan la verdadera paz, porque se apoyan en cadenas que esclavizan: la ambición de poder, de dominio sobre los demás, de hacer prevalecer los propios deseos, de buscar un placer que termina en amargura, de buscar unos medios materiales que son efímeros. ¿Meta verdadera? Dios que llena de gozo aquí abajo, y da gozo eterno en el cielo.
2. Nos da un camino para llegar a esa meta: la vocación. ¡Qué alegría poder decir: sé de dónde vengo y a dónde voy porque Dios me guía! No estoy a expensas de mis deseos del momento, del me apetece o no me apetece. Miro a Dios y me dejo mirar por Él que me marca esa senda que puedo recorrer sabiendo que Él me sostiene y da aliento. Si le dejo acompañarme, me hace descubrir su llamada, que es de amor y, al acogerla, da sentido a mi vida. Porque Él es la vida.
3. Nos da la gracia para recorrer ese camino: sus dones. Dios no me deja con su encargo como diciéndome: “ahí te quedas, te las arreglas como puedas”. Él que inició en mí esa obra buena, Él mismo me dará lo que necesite para llevarla a término. Siempre que pide algo, da a esa persona los instrumentos necesarios para abordar con éxito ese querer suyo. No lo dudemos: da a cada uno el impulso para seguir sus pasos. Da la caña para pescar, fortaleza para luchar, constancia para vencer.
No todo vale para conseguir nuestros propósitos. No se puede buscar el estar a gusto a costa de los demás. No se puede priorizar el bienestar de pocos sacrificando el bien común. No podemos cambiar las leyes para entronizar los propios deseos. Existe un bien y un mal y eso no lo decido yo, es Dios el que me ofrece ese marco para que lo viva. Punto de referencia: Nuestra Madre del cielo.