“Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera”.

Así le hemos pedido al Señor en la oración al empezar la Misa. ¿Cuál es el más grande anhelo del hombre? Eso, la felicidad completa y verdadera. Pero vemos que esa felicidad que nosotros mismos buscamos, por un lado y por otro, no termina de llenarnos, porque siempre parece faltarle algo. Y tenemos la experiencia de felicidades engañosas, que prometen darlo todo y luego resulta que son decepcionantes, porque son un pálido reflejo de lo que debería ser y no es.

¿En qué consiste la auténtica felicidad? En disfrutar sirviendo a Dios, que nos lo da todo. Bien, pero ¿es eso lo que tenemos metido en el corazón? ¿De verdad es eso lo que deseamos?

Hay una idea en el ambiente que quiere imponerse, unas veces con un tono de decepción y, otras veces, con un tono de justificación: “da igual todo”. Pero, como decía en tono divertido un buen amigo sacerdote: “esa mentira no es verdad”. Es curioso cómo se nos van imponiendo determinadas mentiras y somos tan ingenuos, tan conformistas, que acabamos aceptándolas. Hay en nosotros esa “cuota rebelde” de ir contra todo, de oponernos a esto o a lo otro para demostrar que tenemos personalidad y nadie nos dice lo que tenemos que hacer, pero luego hacemos lo que no nos compromete demasiado. Hoy, más que otras veces, tenemos que aprender a decir que no a muchas cosas que hacen daño y decir, también con claridad, que sí a otras que construyen la vida. 

1. Dos cosas que se contradicen entre sí no pueden valer lo mismo. Parece que esa tolerancia, tan metida en el ambiente, lo legitima todo. Pero tiene sus límites: el bien hace bien aunque sea arduo, y el mal, aunque parezca imponerse y dar salida a nuestros deseos más íntimos, no es una solución. “No da igual”. Aunque tengamos la tentación de creer que los malos, los pillos, los desalmados, se llevan el gato al agua y se salen con la suya mientras que nosotros somos tontos porque intentamos hacer las cosas bien, eso no es verdad. Ejercer el bien tiene ya una recompensa en sí mismo. Mientras que ejercer el mal, apostar por la mentira, aunque parezca satisfacer en un primer momento, tiene metido dentro ese terrible veneno que nos deja heridos de muerte.

2. Merece la pena hacer las cosas bien. Merece la pena ir contracorriente para que la verdad, la bondad, la belleza, se vayan asentando y llenen de luz y paz tantos corazones y tantas situaciones que están pervertidas. No da todo igual. Algunos personajes de la historia, Hitler, Stalin, con sus ideologías de muerte, propiciaron odio, crímenes, masacres, tirando por tierra la dignidad del hombre. Hay modos de actuar destructivos. ¿Puede eso quedar impune a los ojos de Dios? Dios no es indiferente. Dios se compadece del hombre, Dios se duele de nuestros sufrimientos y dolores porque los ha vivido: su muerte en la cruz sale al paso de tantas injusticias, de tantas tropelías que degradan y, por desgracia, siguen degradando el inmenso valor del alma humana. No da igual.

3. Tendremos que comparecer ante Dios y dar cuenta de nuestros actos. Todo saldrá a la luz: el Justo Juez sabrá acoger y defender al que nadie ha defendido, y tenderá la mano para sostener y alentar, en un para siempre, al que todos han olvidado. Todo pasa, pero Cristo permanece. Hay tantas cosas que nos desconciertan y nos hacen pensar si todo lo que conocemos no se vendrá abajo. Hay tantos vaivenes por todas partes… Sin embargo, Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre, es el que nos da tranquilidad, el que pone equilibrio, el que trae la verdadera paz, en el que podemos apoyarnos, el que es seguridad ante tantas inseguridades. Eso nos introduce en una esperanza que nos fortalece, porque no depende de lo que el hombre pueda hacer, sino de lo que Dios hace.

Hay gente que, al ver tantas cosas raras, tantos desastres por un lado y por otro, piensa que estamos al final de los tiempos y le asalta el miedo.

Sin embargo, nuestra fe nos da una visión muy distinta: Dios no deja de asistir a sus hijos. Dios sigue dejando por todos lados semillas de esperanza. Ojalá que nosotros, con paz y alegría, las hagamos madurar allí donde nos encontremos.

Nuestra Madre la Virgen, Reina de cielos y tierra, sabrá abrirnos caminos y nos dará el impulso para que caminemos con la seguridad de los hijos que se sienten respaldados por el Padre.