Para preparar la Solemnidad de Pentecostés con el decenario del Espíritu Santo.
* DÍA DÉCIMO
Conságrate al Espíritu Santo, Señor y Dador de vida:
“Padre celestial: hoy vengo a ti,
en unión de tu amadísimo Hijo,
a pedirte por su intercesión,
que derrames sobre mí
la efusión de tu Espíritu Santo,
para que consagre a tu servicio
todo cuanto tengo, todo cuanto soy,
colme mi vida con su transformante presencia,
como lo hizo con Cristo
y con la Santísima Virgen María,
y que toda mi existencia
proclame este anhelo eficaz:
“Que viva y reine el Espíritu Santo
y todo el mundo le sea consagrado”
Amén.”
Mira lo nos dice el Catecismo de la Iglesia sobre el Espíritu Santo: “Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al Camino de la oración. Puesto que él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción importante”.
El Espíritu Santo es el Dulce Huésped del alma que nos hace dejar de lado nuestros criterios personales para que sea Dios el que de verdad nos oriente en el camino de la vida. El nos irá ayudando en las empresas apostólicas, para sacarnos, a nosotros y a los demás, de esos momentos de postración y desesperanza. Él es guía y luz ante las dificultades que la vida trae consigo. Él nos ayuda a superar esas oscuridades que nos ahogan e impiden caminar en libertad. Es Él quien, ante la decepción o la tristeza, nos alienta en el camino de amor emprendido. Es el Fuego que da calor cuando estamos fríos o bloqueados, sin capacidad de reaccionar. Es el frescor que brota, como una fuente de agua viva, del interior de nuestra alma, y nos llena de su presencia alentadora. Es compañero en las luchas cotidianas. Por eso hemos de aprender a decirle en todo momento: ¡Espíritu Santo, ven!