Para preparar la Solemnidad de Pentecostés con el decenario del Espíritu Santo.
* DÍA SÉPTIMO
“Dios Espíritu Santo, escúchanos.
Con el dedo de tu gracia, tócanos.
Vierte en nosotros el torrente de la virtud.
Fortalécenos con tus dones,
Y con tus frutos, refrigéranos.
Líbranos del maligno enemigo,
En la última batalla, úngenos,
A la hora de la muerte, defiéndenos.
Entonces llámanos hacia ti,
Para que con todos los santos
Alabemos al Padre, al Hijo y a ti,
Consolador piadoso y eterno. Amén”
Los dones del Espíritu Santo son como una «lluvia benéfica» que hay que dejar que cale en nosotros, sin poner obstáculo alguno, porque nos dan el impulso para obrar según Dios. Tanto los que tienen que ver con la mente, como los que tienen que ver con el corazón. Unos y otros nos «arman por dentro», y nos llenan de confianza en Dios que no nos va a dejar a nuestra suerte. Por eso le pido: “Pon luz en mi mente, inflama con tu fuego mi corazón, para que tenga esa claridad de ideas y esa fuerza en la voluntad para enriquecerme con todo lo que viene de Ti y, enriquecido con lo tuyo, sepa ofrecerlo a manos llenas a los demás.” El último de los dones es el
Don de Temor de Dios.
No confundamos las cosas: a Dios no hay que tenerle miedo, todo lo contrario. Este don divino no es el temor de creer que me va a venir algo malo de Dios. Eso sería una contradicción, y Dios no puede contradecirse. Es algo mucho más profundo. Es ese sentimiento que alberga mi alma cuando pienso en lo que supone el pecado: es una ofensa a Dios, un apartarme de Él y caer en la soledad, en la tristeza. Y no lo quiero. Eso es el temor de Dios. Nos hace conscientes de lo que trae consigo el pecado, aunque sin perder de vista que Dios, a pesar de nuestras caídas, no deja de querernos, porque es siempre Padre misericordioso. Es el temor a ofender a Dios. Nos hace reconocer la propia debilidad, para que nos apoyemos más en Él. Para no dejar que nada nos separe del Señor, para estar siempre a su lado, y gozar de la felicidad que sólo Él puede dar.